martes, 20 de abril de 2010


Treinta años de hostilidad

Enero 14, 2007

CesarHildebrandtBlog
Por César Hildebrandt
(Publicado por La Primera)
Se acaba de desmentir la reconciliación de esos dos grandes escritores que son Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa.

Como se sabe, hace más de 30 años, en el vestíbulo de un cine mexicano, Vargas Llosa noqueó a García Márquez con un derechazo sorpresivo al mentón.

Como se sabe también, todo se debió a los coqueteos de caribe aventajado que García Márquez tuvo a bien lanzarle, en Barcelona, a Patricia Llosa de Vargas, quien se encontraba más que desconsolada porque Mario estaba en Nueva York y la pareja había tenido uno de esos pleitos recurrentes en los matrimonios.

El instinto de novelista alfa, aprendido en Aracataca, le dijo a García Márquez que era un buen momento para intentar la escalada. El cálculo fue errado y el truco de la ruta perdida y la noche estrellada al regreso de una cena colectiva no sirvió para nada: Patricia fue el muro de Berlín, la muralla china y la esposa en regla que siempre ha sido.

Cuando Mario regresó –que fue al muy poco tiempo-, Patricia le contó todo, con pelos y señales –bueno, felizmente había sólo señales en la frustrada aventura de don Gabo-. Mario, que para algunos casos sigue siendo el macho de Diego Ferré, juró vengarse. Y la ocasión se presentó en aquel cine mexicano, cuando el escritor colombiano se acercó a darle la mano, inconsciente de que Mario estaba al tanto de su intento traicionero. Inconsciente también de que el que pudo ser su rival de amores iba al gimnasio todos los días y tenía una pegada temible.

Ver a García Márquez tumbado en el mármol del piso –un testigo nuestro fue el desaparecido Francisco Igartua-, auxiliado por todos los que pudieron acercársele, preguntándose de dónde había venido ese recto de derecha, fue el acontecimiento social y chismográfico de la época. Ni él ni Vargas Llosa contaron jamás su versión de los hechos y eso se entiende: para ambos resultaba vergonzoso eso de querer entrar al descerraje en un matrimonio amigo, en un caso, y eso de sentir celos latinos demostrados a la mexicana, en el otro.

Vargas Llosa se sintió doblemente traicionado. En noviembre de 1971, bajo el sello de siempre de Barral Editores, colección Biblioteca Breve de Balance, había aparecido “García Márquez. Historia de un deicidio”, un libro monumental dedicado a estudiar a ese fenómeno de la literatura universal en el que se había convertido, en sólo cuatro años, el autor de “Cien años de soledad”. A ese libro, que era una biografía del Gabo y un análisis de lo que se ha llamado “el libro más importante del siglo XX escrito en español”, Vargas Llosa le había dedicado, como a todos sus libros pero en dosis probablemente más encarnizadas, horas, semanas, meses de acopio de información, análisis y redacción. Era un libro de 666 páginas –sí, 666- y era tan exhaustivo que llegaba a aburrir. Allí Mario comparaba “Cien años de soledad” con “Madame Bovary” y “El Quijote” y el deicidio del título consistía en que el mundo creado por García Márquez era tan ambicioso, estaba tan cósmicamente estructurado, era tan convincente a pesar de sus ilusionismos, que constituía un ejemplo perfecto de uno de los pocos sueños cumplidos en la literatura de todos los tiempos: el novelista como Dios pagano creando un universo paralelo, el novelista usurpando la Creación.

“Quien se sirve de toda la realidad humana como cantera para un fin tan egoísta y demencial (rivalizar con Dios) sólo puede lograr su propósito sirviendo esa vocación con un egoísmo y una demencia semejante”, escribe Vargas Llosa refiriéndose a García Márquez. El libro tiene como epígrafe una cita de Conrad de “El agente secreto” y, al final, un reconocimiento de Vargas Llosa a quienes hicieron posible su escritura. La lista la encabezan sus amigos “Mercedes y Gabriel García Márquez”.

Consumada la traición de Barcelona, el deicida sería Mario. Jamás volvió a hablar de García Márquez, aunque siempre lo alude cada vez que se refiere a los intelectuales que le toleran todo a Fidel Castro.

Decía Benavente, creo, que los enemigos sólo son temibles cuando empiezan a tener la razón. En este caso no nos movemos en el mundo calculable de la razón sino en el manglar de los gruñidos territoriales. Y, desde la perspectiva de cualquier ética, puede decirse que el derechazo de Vargas Llosa estuvo bien dado. Con lo que se demostró, por enésima vez, que se puede escribir con brillo insuperable, ganar el Nobel, ser un gigante de la creación y, al mismo tiempo, compartir con la humanidad las miserias más de entrecasa.

domingo, 18 de abril de 2010


Torear y otras maldades

PIEDRA DE TOQUE

El Comercio
Por: Mario Vargas Llosa Escritor
Domingo 18 de Abril del 2010

El intento de prohibir las corridas de toros en Barcelona ha repercutido en medio mundo y, a mí, me ha tenido polemizando en las últimas semanas en tres países en defensa de la fiesta ante enfurecidos detractores de la tauromaquia. La discusión más encendida tuvo lugar en la noche de Santo Domingo —una de esas noches estrelladas, de suave brisa, que desagravian al viajero de la canícula del día—, en el corazón de la Ciudad Colonial, en la terraza de un restaurante desde la que no se veía el vecino mar, pero si se lo oía.

Alguien tocó el tema y la señora que presidía la mesa y que, hasta entonces, parecía un modelo de gentileza, inteligencia y cultura, se transformó. Temblando de indignación, comenzó a despotricar contra quienes gozan en ese indecible espectáculo de puro salvajismo, la tortura y agonía de un pobre animal, supervivencia de atrocidades como las que enardecían a las multitudes en los circos romanos y las plazas medievales donde se quemaba a los herejes. Cuando yo le aseguré que la delicada langosta de la que ella estaba dando cuenta en esos mismos momentos y con evidente fruición había sido víctima, antes de llegar a su plato y a sus papilas gustativas, de un tratamiento infinitamente más cruel que un toro de lidia en una plaza y sin tener la más mínima posibilidad de desquitarse clavándole un picotazo al perverso cocinero, creí que la dama me iba a abofetear. Pero la buena crianza prevaleció sobre su ira y me pidió pruebas y explicaciones.

Escuchó, con una sonrisita aniquiladora flotándole por los labios, que las langostas en particular, y los crustáceos en general, son zambullidos vivos en el agua hirviente, donde se van abrasando a fuego lento porque, al parecer, padeciendo este suplicio su carne se vuelve más sabrosa gracias al miedo y el dolor que experimentan. Y, sin darle tiempo a replicar, añadí que probablemente el cangrejo, que otro de los comensales de nuestra mesa degustaba feliz, había sido primero mutilado de una de sus pinzas y devuelto al mar para que la sobrante le creciera elefantiásicamente y de este modo aplacara mejor el apetito de los aficionados a semejante manjar. Jugándome la vida —porque los ojos de la dama en cuestión a estas alturas delataban intenciones homicidas— añadí unos cuantos ejemplos más de los indescriptibles suplicios a que son sometidos infinidad de animales terrestres, aéreos, fluviales y marítimos para satisfacer las fantasías golosas, indumentarias o frívolas de los seres humanos. Y rematé preguntándole si ella, consecuente con sus principios, estaría dispuesta a votar a favor de una ley que prohibiera para siempre la caza, la pesca y toda forma de utilización del reino animal que implicara sufrimiento. Es decir, a bregar por una humanidad vegetariana, frutariana y clorofílica.

Su previsible respuesta fue que una cosa era matar animales para comérselos y así poder sustentarse y vivir, un derecho natural y divino, y otra muy distinta matarlos por puro sadismo. Inquirí si por casualidad había visto una corrida de toros en su vida. Por supuesto que no y que tampoco las vería jamás aunque le pagaran una fortuna por hacerlo. Le dije que le creía y que estaba seguro que ni yo ni aficionado alguno a la fiesta de los toros obligaría jamás ni a ella ni a nadie a ir a una corrida. Y que lo único que nosotros pedíamos era una forma de reciprocidad: que nos dejaran a nosotros decidir si queríamos ir a los toros o no, en ejercicio de la misma libertad que ella ponía en práctica comiéndose langostas asadas vivas o cangrejos mutilados o vistiendo abrigos de chinchilla o zapatos de cocodrilo o collares de alas de mariposa. Que, para quien goza con una extraordinaria faena, los toros representan una forma de alimento espiritual y emotivo tan intenso y enriquecedor como un concierto de Beethoven, una comedia de Shakespeare o un poema de Vallejo. Que, para saber que esto era cierto, no era indispensable asistir a una corrida. Bastaba con leer los poemas y los textos que los toros y los toreros habían inspirado a grandes poetas, como Lorca y Alberti, y ver los cuadros en que pintores como Goya o Picasso habían inmortalizado el arte del toreo, para advertir que para muchas, muchísimas personas, la fiesta de los toros es algo más complejo y sutil que un deporte, un espectáculo que tiene algo de danza y de pintura, de teatro y poesía, en el que la valentía, la destreza, la intuición, la gracia, la elegancia y la cercanía de la muerte se combinan para representar la condición humana.

Nadie puede negar que la corrida de toros sea una fiesta cruel. Pero no lo es menos que otras infinitas actividades y acciones humanas para con los animales, y es una gran hipocresía concentrarse en aquella y olvidarse o empeñarse en no ver a estas últimas. Quienes quieren prohibir la tauromaquia, en muchos casos, y es ahora el de Barcelona, suelen hacerlo por razones que tienen que ver más con la ideología y la política que con el amor a los animales. Si amaran de veras al toro bravo, al toro de lidia, no pretenderían prohibir los toros, pues la prohibición de la fiesta significaría, pura y simplemente, su desaparición. El toro de lidia existe gracias a la fiesta y sin ella se extinguiría. El toro bravo está constitutivamente formado para embestir y matar y quienes se enfrentan a él en una plaza no solo lo saben, muchas veces lo experimentan en carne propia.

Por otra parte, el toro de lidia, probablemente, entre la miríada de animales que pueblan el planeta, es hasta el momento de entrar en la plaza, el animal más cuidado y mejor tratado de la creación, como han comprobado todos quienes se han tomado el trabajo de visitar un campo de crianza de toros bravos.

Pero todas estas razones valen poco, o no valen nada, ante quienes, de entrada, proclaman su rechazo y condena de una fiesta donde corre la sangre y está presente la muerte. Es su derecho, por supuesto. Y lo es, también, el de hacer todas las campañas habidas y por haber para convencer a la gente de que desista de asistir a las corridas de modo que estas, por ausentismo, vayan languideciendo hasta desaparecer. Podría ocurrir. Yo creo que sería una gran pérdida para el arte, la tradición y la cultura en la que nací, pero, si ocurre de esta manera —la manera más democrática, la de la libre elección de los ciudadanos que votan en contra de la fiesta dejando de ir a las corridas— habría que aceptarlo.

Lo que no es tolerable es la prohibición, algo que me parece tan abusivo y tan hipócrita como sería prohibir comer langostas o camarones con el argumento de que no se debe hacer sufrir a los crustáceos (pero sí a los cerdos, a los gansos y a los pavos). La restricción de la libertad que ello implica, la imposición autoritaria en el dominio del gusto y la afición, es algo que socava un fundamento esencial de la vida democrática: el de la libre elección. La fiesta de los toros no es un quehacer excéntrico y extravagante, marginal al grueso de la sociedad, practicado por minorías ínfimas. En países como España, México, Venezuela, Colombia, Ecuador, el Perú, Bolivia y el sur de Francia, es una antigua tradición profundamente arraigada en la cultura, una seña de identidad que ha marcado de manera indeleble el arte, la literatura, las costumbres, el folclor, y no puede ser desarraigada de manera prepotente y demagógica, por razones políticas de corto horizonte, sin lesionar profundamente los alcances de la libertad, principio rector de la cultura democrática.

Prohibir las corridas, además de un agravio a la libertad, es también jugar a las mentiras, negarse a ver a cara descubierta aquella verdad que es inseparable de la condición humana: que la muerte ronda a la vida y termina siempre por derrotarla. Que, en nuestra condición, ambas están siempre enfrascadas en una lucha permanente y que la crueldad —lo que los creyentes llaman el pecado o el mal— forma parte de ella, pero que, aún así, la vida es y puede ser hermosa, creativa, intensa y trascendente. Prohibir los toros no disminuirá en lo más mínimo esta verdad y, además de destruir una de las más audaces y vistosas manifestaciones de la creatividad humana, reorientará la violencia empozada en nuestra condición hacia formas más crudas y vulgares, y acaso nuestro prójimo. En efecto ¿para qué encarnizarse contra los toros si es mucho más excitante hacerlo con los bípedos de carne y hueso que, además, chillan cuando sufren y no suelen tener cuernos?

sábado, 3 de abril de 2010


Europa, América Latina y MVLL

La República
Alberto Adrianzén M.(*)

El 12 de diciembre del año pasado, la Universidad Católica del Perú le otorgó merecidamente el grado doctor honoris causa al escritor Mario Vargas Llosa (MVLL). En su discurso, “Sueño y realidad de América Latina”, MVLL vuelve sobre un viejo tema que consiste en afirmar que tanto los escritores latinoamericanos como los europeos –en general– han tenido y tienen una visión idílica de América Latina (AL). Para MVLL nuestra región sería algo así como la tierra de las utopías: “Desde el Inca Garcilaso de la Vega y Sor Juana Inés de la Cruz, hasta los poemas de Vallejo, Neruda, Octavio Paz, nuestra literatura ha edificado una A. Latina de ficción a la altura del paradigma que vieron en ella los primeros europeos que desembarcaron aquí. En el campo político, en cambio, en el que conviene discernir con claridad lo que separa a la ficción de la realidad, esta tendencia ha resultado catastrófica” (p. 39).

Una consecuencia de ello sería que “una de las manías recurrentes de la cultura latinoamericana ha sido la de definir su identidad.

Se trata de una pretensión inútil, peligrosa e imposible, pues la identidad es algo que tienen los individuos, no las colectividades una vez que superan los condicionamientos tribales” (p. 46). Para el escritor, AL sería “una prolongación de Occidente”, con “perfiles propios” y con “una personalidad diferenciada” (p. 51). Sin embargo, es esa supuesta manía, finalmente, lo que habría llevado a AL a no ser plenamente occidental y a no superar la “mentalidad tribal”, la “tentación colectivista” y el caudillismo político. Dicho en otros términos, a no ser plenamente liberal.

En realidad, la visión de MVLL sobre la imagen que tenían y tienen los europeos de A. Latina es bastante parcial e incompleta. Es cierto que inicialmente esta visión estuvo cargada de “utopismo”. Se dice que Cristóbal Colón cuando tocó tierras americanas pensó que había llegado al Paraíso. Cuando los franciscanos plantearon crear una “república de indios” y otra de “españoles” en América, lo hacían porque pensaban utópicamente que era posible construir una “cristiandad ejemplar” con los indios, frente a la decadencia pecaminosa de los europeos. Sin embargo, esta visión no siempre fue así.

El humanista italiano Antonello Gerbi –que no cita MVLL en su discurso– ha dado cuenta de manera bastante erudita y completa, cómo esta visión cambió radicalmente en la Ilustración (La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica 1750-1900). A. Latina pasó de ser un espacio utópico a ser un continente inmaduro, de animales pequeños e incompletos, poblado por gente de sangre fría, de genitales minúsculos y hasta con cabezas cónicas como se afirmó en ese tiempo. Se asistía a la construcción de una visión eurocéntrica (y racista) que tuvo su máxima expresión en el siglo XIX y que sirvió como discurso legitimador del colonialismo europeo. No es cierto, por lo tanto, que lo que ha primado en la visión europea ha sido siempre el utopismo sino más bien todo lo contrario, como se demuestra ahora con la aparición en el Viejo Continente de movimientos ultraderechistas y antitercermundistas de claro tinte xenófobo y racista.

Tampoco es cierto que A. Latina haya sido una mera “prolongación de Occidente”. En realidad, es la “aparición” de nuestro continente lo que permite el nacimiento de lo que hoy conocemos como Occidente. El gran intelectual español José Antonio Maravall se pregunta a raíz del “descubrimiento” de América: “¿qué es políticamente el planeta recién inaugurado para la Historia, y, por ende cómo debe organizarse en su totalidad y en sus partes?”. Por ello, el diálogo entre Europa y AL no ha sido fácil. No solo por el “descubrimiento” y por la fuerza de las culturas precolombinas sino también porque si hoy Occidente es lo que es se le debe en parte a América. Somos la otra cara de Occidente, el otro “Occidente”, como lo fueron los españoles en el siglo XVI, y quizás por eso nos atrevemos a transitar por nuevos caminos.

(*) albertoadrianzen.lamula.pe