lunes, 29 de agosto de 2011


La fiesta y la cruzada


Fuente La República

Por Mario Vargas Llosa
Bonito espectáculo el de Madrid invadido por cientos de miles de jóvenes procedentes de los cinco continentes para asistir a la Jornada Mundial de la Juventud que presidió Benedicto XVI y que convirtió a la capital española por varios días en una multitudinaria Torre de Babel. Todas las razas, lenguas, culturas, tradiciones, se mezclaban en una gigantesca fiesta de muchachas y muchachos adolescentes, estudiantes, jóvenes profesionales venidos de todos los rincones del mundo a cantar, bailar, rezar y proclamar su adhesión a la Iglesia católica y su “adicción” al Papa (“Somos adictos a Benedicto” fue uno de los estribillos más coreados). 
Salvo el millar de personas que, en el aeródromo de Cuatro Vientos, sufrieron desmayos por culpa del despiadado calor y debieron ser atendidas, no hubo accidentes ni mayores problemas. Todo transcurrió en paz, alegría y convivencia simpática. Los madrileños tomaron con espíritu deportivo las molestias que causaron las gigantescas concentraciones que paralizaron Cibeles, la Gran Vía, Alcalá, la Puerta del Sol, la Plaza de España y la Plaza de Oriente, y las pequeñas manifestaciones de laicos, anarquistas, ateos y católicos insumisos contra el Papa provocaron incidentes menores, aunque algunos grotescos, como el grupo de energúmenos al que se vio arrojando condones a unas niñas que, animadas por lo que Rubén Darío llamaba “un blanco horror de Belcebú”, rezaban el rosario con los ojos cerrados.
Hay dos lecturas posibles de este acontecimiento, que “El País” ha llamado “la mayor concentración de católicos en la historia de España”. La primera ve en él un festival más de superficie que de entraña religiosa, en el que jóvenes de medio mundo han aprovechado la ocasión para viajar, hacer turismo, divertirse, conocer gente, vivir alguna aventura, la experiencia intensa pero pasajera de unas vacaciones de verano. La segunda la interpreta como un rotundo mentís a las predicciones de una retracción del catolicismo en el mundo de hoy, la prueba de que la Iglesia de Cristo mantiene su pujanza y su vitalidad, de que la nave de San Pedro sortea sin peligro las tempestades que quisieran hundirla.
Una de estas tempestades tiene como escenario a España, donde Roma y el gobierno de Rodríguez Zapatero han tenido varios encontrones en los últimos años y mantienen una tensa relación. Por eso, no es casual que Benedicto XVI haya venido ya varias veces a este país, y dos de ellas durante su pontificado. Porque resulta que la “católica España” ya no lo es tanto como lo era. Las estadísticas son bastante explícitas. En julio del año pasado, un 80% de los españoles se declaraba católico; un año después, sólo 70%. Entre los jóvenes, 51% dicen serlo, pero sólo 12% aseguran practicar su religión de manera consecuente, en tanto que el resto lo hace sólo de manera esporádica y social (bodas, bautizos, etcétera). Las críticas de los jóvenes creyentes  –practicantes o no– a la Iglesia se centran, sobre todo, en la oposición de ésta al uso de anticonceptivos y a la píldora del día siguiente, a la ordenación de mujeres, al aborto, al homosexualismo.
Mi impresión es que estas cifras no han sido manipuladas, que ellas reflejan una realidad que, porcentajes más o menos, desborda lo español y es indicativo de lo que pasa también con el catolicismo en el resto del mundo. Ahora bien, desde mi punto de vista esta paulatina declinación del número de fieles de la Iglesia católica, en vez de ser un síntoma de su inevitable ruina y extinción es, más bien, fermento de la vitalidad y energía que lo que queda de ella –decenas de millones de personas– ha venido mostrando, sobre todo bajo los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI.
Es difícil imaginar dos personalidades más distintas que las de los dos últimos Papas. El anterior era un líder carismático, un agitador de multitudes, un extraordinario orador, un pontífice en el que la emoción, la pasión, los sentimientos prevalecían sobre la pura razón. El actual es un hombre de ideas, un intelectual, alguien cuyo entorno natural son la biblioteca, el aula universitaria, el salón de conferencias. Su timidez ante las muchedumbres aflora de modo invencible en esa manera casi avergonzada y como disculpándose que tiene de dirigirse a las masas. Pero esa fragilidad es engañosa pues se trata probablemente del Papa más culto e inteligente que haya tenido la Iglesia en mucho tiempo, uno de los raros pontífices cuyas encíclicas o libros un agnóstico como yo puede leer sin bostezar (su breve autobiografía es hechicera y sus dos volúmenes sobre Jesús más que sugerentes). Su trayectoria es bastante curiosa. Fue, en su juventud, un partidario de la modernización de la Iglesia y colaboró con el reformista Concilio Vaticano II convocado por Juan XXIII.
Pero, luego, se movió hacia las posiciones conservadoras de Juan Pablo II, en las que ha perseverado hasta hoy. Probablemente, la razón de ello sea la sospecha o convicción de que, si continuaba haciendo las concesiones que le pedían los fieles, pastores y teólogos progresistas, la Iglesia terminaría por desintegrarse desde adentro, por convertirse en una comunidad caótica, desbrujulada, a causa de las luchas intestinas y las querellas sectarias. El sueño de los católicos progresistas de hacer de la Iglesia una institución democrática es eso, nada más: un sueño. Ninguna iglesia podría serlo sin renunciar a sí misma y desaparecer. En todo caso, prescindiendo del contexto teológico, atendiendo únicamente a su dimensión social y política, la verdad es que, aunque pierda fieles y se encoja, el catolicismo está hoy día más unido, activo y beligerante que en los años en que parecía a punto de desgarrarse y dividirse por las luchas ideológicas internas.
¿Es esto bueno o malo para la cultura de la libertad? Mientras el Estado sea laico y mantenga su independencia frente a todas las iglesias, a las que, claro está, debe respetar y permitir que actúen libremente, es bueno, porque una sociedad democrática no puede combatir eficazmente a sus enemigos –empezando por la corrupción– si sus instituciones no están firmemente respaldadas por valores éticos, si una rica vida espiritual no florece en su seno como un antídoto permanente a las fuerzas destructivas, disociadoras y anárquicas que suelen guiar la conducta individual cuando el ser humano se siente libre de toda responsabilidad.
Durante mucho tiempo se creyó que con el avance de los conocimientos y de la cultura democrática, la religión, esa forma elevada de superstición, se iría deshaciendo, y que la ciencia y la cultura la sustituirían con creces. Ahora sabemos que esa era otra superstición que la realidad ha ido haciendo trizas. Y sabemos, también, que aquella función que los librepensadores decimonónicos, con tanta generosidad como ingenuidad, atribuían a la cultura, ésta es incapaz de cumplirla, sobre todo ahora. Porque, en nuestro tiempo, la cultura ha dejado de ser esa respuesta seria y profunda a las grandes preguntas del ser humano sobre la vida, la muerte, el destino, la historia, que intentó ser en el pasado, y se ha transformado, de un lado, en un divertimento ligero y sin consecuencias, y, en otro, en una cábala de especialistas incomprensibles y arrogantes, confinados en fortines de jerga y jerigonza y a años luz del común de los mortales. 
La cultura no ha podido reemplazar a la religión ni podrá hacerlo, salvo para pequeñas minorías, marginales al gran público. La mayoría de seres humanos sólo encuentra aquellas respuestas, o, por lo menos, la sensación de que existe un orden superior del que forma parte y que da sentido y sosiego a su existencia, a través de una trascendencia que ni la filosofía, ni la literatura, ni la ciencia, han conseguido justificar racionalmente. Y, por más que tantos brillantísimos intelectuales traten de convencernos de que el ateísmo es la única consecuencia lógica y racional del conocimiento y la experiencia acumuladas por la historia de la civilización, la idea de la extinción definitiva seguirá siendo intolerable para el ser humano común y corriente, que seguirá encontrando en la fe aquella esperanza de una supervivencia más allá de la muerte a la que nunca ha podido renunciar. Mientras no tome el poder político y éste sepa preservar su independencia y neutralidad frente a ella, la religión no sólo es lícita, sino indispensable en una sociedad democrática.
Creyentes y no creyentes debemos alegrarnos por eso de lo ocurrido en Madrid en estos días en que Dios parecía existir, el catolicismo ser la religión única y verdadera, y todos como buenos chicos marchábamos de la mano del Santo Padre hacia el reino de los cielos.            
            
 Madrid, agosto de 2011

Entre Mario Vargas Llosa y Marshall McLuhan



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Por Roberto Bustamante
“Then you better start swimmin’ or you’ll sink like a stone” — Bob Dylan
Mario Vargas Llosa y su maravillosa Mac Book Pro (*).
Ayer salió una nueva columna de Mario Vargas Llosa, una más dentro de la serie de artículos que ha publicado sobre los nuevos medios y que dialoga en mucho con otros artículos pasados sobre la sociedad del espectáculo.
“Por eso los medios audiovisuales, el cine, la televisión y ahora internet han ido dejando rezagados a los libros, los que, si las predicciones pesimistas de un George Steiner se confirman, pasarán dentro de no mucho tiempo a las catacumbas.” (La civilización del espectáculo, MVLL, 2008)
Es un tema que va y viene en MVLL. ¿Está yendo la civilización actual a una suerte de decadencia? ¿Las nuevas tecnologías o lo que McLuhan llamó la cultura de la electricidad, nos está volviendo más bárbaros? Copio y pego dos párrafos y recomiendo su lectura crítica completa.
No es verdad que el Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora poética decir que la “inteligencia artificial” que está a su servicio, soborna y sensualiza a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, en sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado “la mejor y más grande biblioteca del mundo”? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas?[...]
"La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso, sin duda sí. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito estudioso de los efectos del Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a los ordenadores la solución de todos los problemas cognitivos reduce “la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos”. En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos.” (Más información y menos conocimiento, MVLL, 2011)
No viene al caso aquí ponernos en una situación dicotómica, si MVLL tiene o no razón. Ese sería un terrible homenaje. Aquí más bien quiero rescatar algunos temas puestos sobre la mesa que convendría ampliar.
1. El ejercicio de la memoria y la inteligencia colectiva.
Uno de los puntos que levanta MVLL, a partir del libro (que no he leído aún) de Nicholas Carr “Internet, ¿qué está haciendo con nuestras mentes?”, es que todo esto de las nuevas tecnologías está volviéndonos más torpes, con la memoria menos ejercitada. Sin embargo, según algunos estudios, no se ha probado relación alguna entre “el ejercicio de la mente” y el desarrollo de memoria o habilidades cognitivas (ver comentario del doctor Richard Casselli sobre dichos estudios). El desarrollo de la memoria tiene que ver con otro tipo de procesos biológicos y formativos, que no se reducen a un uso de corto plazo de una u otra tecnología.
El problema de posiciones como la de Carr, citada por MVLL, es que lleva luego a la dicotomía entre los “pro tecnología” y los “contra tecnología”. Dentro de los “pro-”, está por ejemplo Marc Prensky (que viene pronto al Perú) y toda su teoría de los nativos digitales. Y los “pro-” tampoco tienen evidencia empírica que las nuevas tecnologías mejoren o aumenten las capacidades cognitivas.
En ese sentido, la entrada de McLuhan es provocadora porque parte y regresa desde el campo de la cultura y la sociedad. Al afirmar que “el circuito eléctrico es una prolongación del sistema nervioso central” o que los medios modela “nuestra manera de percibir el mundo”, lo que está poniendo es acento en el efecto o alteraciones que provocan las nuevas tecnologías. Como usar una herramienta de retoque digital permanentemente en vez de anteojos. O tener un OST para esa lucha diaria que significa ir a comprar diario al kiosko de la esquina, parafraseando a Cortázar. De allí que, en efecto, manejemos más data e información. El problema es luego si llamamos a esto conocimiento o no, y cómo no caemos en una trampa moral (¿conocimiento bueno? ¿conocimiento malo? ¿todo es conocimiento? ¿cuál sirve? ¿sirve?). Aquí recomiendo la crítica que hace Víctor Krebs tanto de la propuesta de Nicholas Carr como de MVLL.
Una postura que tiene tanto de optismista como de crítica es la Pierre Levy, quien para él, este escenario de la era de la información abre la posibilidad de una inteligencia colectiva, donde todos en (y conectados a la) red cumplimos una función de microproductores de conocimiento (esto es, pequeños rumiantes de data) en un entramado o panal de conocimiento bastante mayor. No seríamos otra cosa que abejas de data. (Todos seríamos Anonymous, lo querramos o no). Apocalíptico o no, si vemos la gran fotografía, es posible que el conocimiento ahora sea mucho mayor que el de cualquier otra época que nos haya antecedido. Claro, en el aspecto micro, desde el individuo, puede que la escena no sea tan divertida o bonita. Pero esa es otra discusión.
2. Leemos menos. Remezclamos más.
Primero, no es cierto que se lea menos. Si solamente viéramos las estadísticas en el Perú (proporcionadas por la Cámara Peruana del Libro), veremos que cada año se importan más y más libros (a pesar de la piratería, otra señal que la gente lee). El problema es que no leen lo que uno quiere que se lea. Y eso porque los hábitos mismos de lectura, los intereses, las modas, van cambiando.
De igual modo, las industrias editoriales han encontrado un nuevo aire a través del desarrollo de herramientas tales como el iPad o el Kindle. Herramientas que son a su vez ecosistemas, que ofrecen múltiples formas de experimentar el texto en lo que autores como Henry Jenkins ha venido llamando Cultura de la Convergencia. Sí, es cierto, son finalmente nuevos filtros y un regreso a un estado previo de control comercial de contenidos. Pero no por ello deja de ser inquietante que se compren más y más libros.
Las tecnologías de la información son mucho más que “instrumentos” o “herramientas”, conviene repetirlo hasta el infinito. Son parte de un proceso mayor en el que se ha modificado todo. Y por sobre todo, nuestra forma de habitar y estar en el mundo. Es parte de un proceso de cambio de las ciudades, de nuestro patrón o modo de trabajar, de caminar la ciudad, de vincularnos los unos con los otros. El tiempo, el valor tiempo que marcó buena parte del mundo moderno (descentrado por Jack Goody en su reciente libro, El robo de la historia), vuelve a su cauce normal. Leer un libro, esto es, sentarse, tener el tiempo para leerlo, la utopía pequeñoburguesa del lector de libros sentado al lado de su chimenea, desaparece o, mejor dicho, se disuelve en el aire. El lector ahora es un prosumidor, un remixeador de información que marca, copia/pega, corta, lo hace pedazos, lo rearma y lo redistribuye. El fin del libro (como centro de la literatura y de las utopías educativas) solamente adquiere relevancia en tanto es el comienzo del hiperlibro.
“…esta muerte del libro sólo anuncia, sin duda (y de una cierta manera desde siempre), una muerte del habla (de un habla que, pretendidamente se dice plena) y una nueva mutación en la historia de la escritura, en la historia como escritura.” (Jacques Derrida, La muerte del libro y el comienzo de la escritura, De la gramatología, 1967).
Es también el fin de lo que se ha llamado el Paréntesis Gutemberg. En retrospectiva, es pensar la cultura escrita como un momento especial de la historia de la humanidad, que en realidad está marcado por la oralidad. Alejados de la historia como linealidad (que, nuevamente citando a Goody, no es ni tan occidental ni tan universal), este escenario post-Gutemberg no es ni mejor ni peor que el anterior: es otra modo más dentro de la historia, cualitativa y cuantitativamente distinto al anterior y por ende inconmesurables entre sí.
(Alejandro Piscitelli, un autor al que no hay que dejar de leer jamás, plantea incluso que la imprenta no fue sino un Caballo de Troya de la cultura industrial y que en ese “retorno” a lo oral, posiblemente se encuentre el ideal emancipador).
No hay fronteras claras entre la escrituralidad y oralidad, tal como lo vienen planteando hace ya tres décadas los investigadores agrupados en lo que se ha venido llamando Nuevos Estudios de Literacidad (NEL).
Toda la movida de los Creative Commons, donde detrás lo que se valora es el espíritu creativo/colectivo por sobre la idea de autor (que viene desde el siglo XVIII) va por lo anteriormente señalado. Un remix entre lo actual (la existencia del “autor”) y lo pasado (la defensa de la cultura “pre autor”).
Ok, no se lee menos, se lee más. Y se remixea más. El año pasado, cada minuto se subía a Youtube por lo menos cerca de 24 horas de video. Wikipedia, la enciclopedia más grande del mundo y actualizada de forma colectiva, ha pasado de 13 millones de artículos (2009) a 17 millones de artículos (2011) en 270 idiomas.
3. Colofón.
No se trata aquí de terminar diciendo algo tipo “MVLL se equivocó”. Creo que su desazón parte de constataciones totalmente ciertas (como la citada Katherine Hayles, quien afirma que sus alumnos ya no leen libros enteros). La enseñanza, sea esta escolar o universitaria, se ha vuelto más compleja, por la enorme cantidad de recursos que los alumnos tienen a la mano (y que muchas veces no utilizan). Algo se nos está escapando.
Marx decía en una frase bastante mal citada, que lo que se trata no es de interpretar el mundo sino de transformarlo.
En los tiempos del Remix (“ni calco, ni copia, sino remix heróico”, diría José Carlos Mariátegui), de lo que se trata no es solamente transformarlo. Porque toda interpretación es, en sí misma, una transformación.
(*) No encontré la fuente original de la foto, así que si alguien me la consigna, haré la actualización que corresponde.

Borges entre señoras

Fuente La República

14 de agosto de 2011
Por Mario Vargas Llosa
Entre 1936 y 1939 Borges tuvo a su cargo la sección de libros y autores extranjeros de El Hogar, un semanario bonaerense dedicado principalmente a las amas de casa y la familia. Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí reunieron una amplia antología de estos textos que publicó Tusquets en 1986 con el título Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939).
No conocía este libro y acabo de leerlo, en Mallorca, donde Borges, en cierto modo, hizo su vela de armas literaria poco después de terminar sus estudios escolares, en Ginebra. Aquí escribió versos vanguardistas, firmó manifiestos, se vinculó a un grupo de poetas y escritores jóvenes de la isla, en una actividad intelectual intensa pero que poco dejaba adivinar de la trayectoria que tomaría su obra posterior. No sé por qué me había hecho la idea de que sus notas y artículos en El Hogar, serían, como aquellos escritos mallorquinos de su juventud, testimonios de una prehistoria literaria sin mayor vuelo, meros antecedentes de la futura obra genial.
Me llevé una gran sorpresa. Son mucho más que eso. No sé si la selección, que parece haber sido hecha sobre todo por Sacerio-Garí –el libro apareció cuando Rodríguez Monegal había fallecido–, eliminó todos los textos de mera circunstancia y poca significación, pero la verdad es que esta antología es soberbia. Revela a un escritor dueño de un estilo cuajado y propio, enormemente culto, con un punto de vista que le permite opinar sobre poesía, novela, filosofía, historia, religión, autores clásicos y modernos y libros escritos en diversos idiomas, con absoluta desenvoltura y, a menudo, notable originalidad. Un colaborador que semanalmente comentara la actualidad literaria mundial con la lucidez, el rigor, la información y la elegancia con que lo hacía Borges en El Hogar, hubiera dado un gran prestigio a las más exigentes publicaciones intelectuales de los considerados entonces los ejes culturales de la época, como París, Londres y Nueva York. Que estos textos aparecieran en una revista porteña dedicada a las amas de casa dice mucho sobre la probidad con que su autor encaraba su vocación, y, también, desde luego, sobre los altos niveles culturales que lucía la Argentina de aquellos años.
Una de las rarezas de estos textos es que Borges se ha leído de principio a fin los textos que reseña, se trate de la voluminosa traducción de Las mil y una noches de sir Richard Burton, los ensayos sobre la mitología primitiva de sir James George Frazer o las novelas de Faulkner, Hemingway, Huxley, Wells y Virginia Woolf. Todo lo analiza y comenta con la seguridad que solo confiere el conocimiento. Cuando la oscuridad del libro es más fuerte que él, como le ocurre con el Finnegans Wake  de James Joyce, lo confiesa y explica las posibles razones de su fracaso de lector. No hay uno solo de estos comentarios que dé la impresión de haber sido elaborado de cualquier manera, para cumplir, sin dar mayor importancia a un trabajo que sabía pasajero, superficial y olvidable. Nada de eso. Incluso las pequeñas notitas de pocas frases que aparecían a veces al pie de su página bajo el rubro De la vida literaria son una delicia de leer, por su ironía, su gracia y su inteligencia.
En los años en que colabora en El Hogar Borges publica ya un libro importante, Historia universal de la infamia, pero todavía no ha escrito ninguno de sus grandes cuentos, poemas o ensayos a los que deberá luego su fama. Sin embargo, ya había en él un talento fuera de lo común para leer y opinar sobre lo que leía, y una visión del mundo, de la cultura, la condición humana, del arte de inventar ficciones y de escribirlas que dan a todos estos textos un denominador común, de partes de un todo compacto. Lo primero que resalta en ellos es la curiosidad universal que guía sus lecturas, la de un lector que es ciudadano del mundo, pues se mueve con la misma soltura leyendo a Paul Valéry en francés, a Benedetto Croce en italiano, a Alfred Döblin en alemán y a T. S. Eliot en inglés. Y, lo segundo, la claridad y la fuerza persuasiva de una prosa donde hay casi tantas ideas como palabras y un esfuerzo permanente para no decir nada que no sea absolutamente indispensable respecto a lo que se propone decir. Cuentan que Raimundo Lida, en sus clases de Harvard, recordaba siempre a sus alumnos: “Los adjetivos se han hecho para no usarlos”.
Borges es famoso por sus adverbios y adjetivos (“Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”), pero, justamente, lo es porque nunca abusa de ellos, porque estallan de pronto en sus frases como una aparición insólita y espectacular, que redondea una idea, abre una inesperada dimensión a la anécdota, trastorna y desbarajusta lo que hasta entonces parecía la dirección de un argumento. La riqueza de estas reseñas, comentarios o microbiografías está en la precisión y concisión con que fueron escritas: nunca parece faltar ni sobrar nada en ellas, todas gozan de aquella autosuficiencia que tienen los buenos poemas y las mejores novelas.
A veces, un párrafo de pocas frases le basta a Borges para resumir el juicio que le merece toda la vasta obra de un autor, como Samuel Taylor Coleridge: “Más de quinientas apretadas páginas llenan su obra poética; de ese fárrago solo es perdurable (pero gloriosamente) el casi milagroso Ancient Mariner. Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar acontece con los muchos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones geniales, de platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de plagios”.  La opinión es muy severa y acaso injusta. Pero, no hay duda, quien la formula de ese modo sabe lo que dice y por qué lo dice.
A veces, en los perfiles biográficos, hay verdaderas maravillas descriptivas, como este boceto físico del historiador Lytton Strachey: “Era alto, demacrado, casi abstracto, con el fino rostro emboscado detrás de los atentos anteojos y de la rojiza barba rabínica. Para mayor recato, era afónico”. No es raro que un elogio vaya acompañado de un mandoble letal, como en esta frase en la que, luego de alabar dos novelas de León Feuchtwagner  –El judío Suess y La duquesa fea– añade: “Son novelas históricas, pero nada tienen que ver con el laborioso arcaísmo y con el opresivo bric-à-brac que hace intolerable ese género”.
No hay en el Borges que escribe estos sueltos y artículos la menor concesión hacia el público de una revista que no era ni especializado en literatura ni, en su gran mayoría, lo suficientemente culto como para poder apreciar en todo su valor las opiniones y elogios o admoniciones de que estaban impregnados sus artículos. Escribe como si se dirigiera a los más exquisitos y refinados lectores de la tierra, dando por supuesto que todos lo entenderían y aprobarían o desaprobarían sus juicios de igual a igual. Y, pese a ello, no hay en estas páginas arrogancia ni pedantería, esos desplantes detrás de los cuales se disimulan casi siempre la ignorancia y la vanidad. Son textos en los que, a pesar de su brevedad, el autor se juega a fondo, desnudándose de cuerpo entero,  mostrando sus manías, fobias, filias, anhelos íntimos. Los autores que frecuentará toda su vida con admiración y lealtad desfilan por sus páginas, Schopenhauer, Chesterton, Stevenson, Kipling, Poe, los cuentos de Las mil y una noches, así como su debilidad por el género policial, a muchos de cuyos cultores, Chesterton, Ellery Queen, Dorothy L. Sayers y Georges Simenon, dedica artículos. Temas recurrentes de sus ficciones y ensayos, como el tiempo y la eternidad, asoman en las observaciones que consagra a la obra de teatro de J.B. Priestley El tiempo y los Conways y a Un experimento con el tiempo de J. W. Dunne, a quien dedicaría también en otra ocasión un largo ensayo. Y, por supuesto, la fascinación que ejerció siempre sobre él la literatura oriental está presente en los comentarios a libros chinos como Historia de la orilla del agua, una antología de cuentos fantásticos y folklóricos de ese país hecha por Wolfram Eberhard y la japonesa The Tale of Genji de Shikibo Murasaki.
Textos cautivos constituye un magnífico panorama de lo que era la actualidad literaria de fines de los años treinta en el mundo occidental, época de una fulgurante creatividad en todos los géneros, la de Eliot, Joyce, Breton, Faulkner, Woolf, Mann, en la que la experimentación formal, la revisión del pasado reciente y clásico, las polémicas sociopolíticas y culturales trazaban una frontera entre dos épocas. Es fascinante que acaso nadie dejara un testimonio más agudo y sutil de toda la efervescencia de ideas, formas y creaciones literarias de aquellos años, que un (todavía) oscuro escribidor de los confines del mundo, en la página semanal que llenaba en una revista de amenidades concebida para hacer más llevadera la rutina de las amas de casa.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2010 © Mario Vargas Llosa, 2011.

miércoles, 3 de agosto de 2011


Farsa elogiosa repugnante



Por: Mario Vargas Llosa
Domingo 22 de Febrero del 2009
Uno de los más hermosos poemas que escribió Luis Cernuda se llama “Birds in the Night” y está dedicado a Verlaine y Rimbaud. O, mejor dicho, a la “farsa elogiosa repugnante” de que suelen ser víctimas, después de muertos, los poetas que, malditos y marginados en vida por sus malas costumbres, excesos, violencias y provocaciones, son luego convertidos en glorias nacionales. Celebrados por “embajadores y alcaldes”, merecen bustos y placas como la que el gobierno francés (“¿o fue el gobierno inglés?”) colocó en el número 8 de Great College Street, Camden Town, Londres, la modestísima casita donde por unas semanas el poeta borracho y cincuentón y el adolescente insolente y genial “vivieron, trabajaron, fornicaron” gozando de una libertad que pagarían luego carísimo.
El poema de Cernuda destila una cólera helada, que se traduce en contenidas imprecaciones, desesperación, desprecio, y, como paréntesis de sol en la tormenta, delicadas imágenes de conmiseración por el destino de ese par de provocadores a los que la posteridad —los políticos, los dignatarios culturales, los esnobs y el establecimiento en general— recuperan para el patriotismo y el orgullo nacional, emasculándolos de este modo de todo aquello que, mientras vivían, merecía asco, odio y rechazo de la moral, la religión y los valores entronizados.
Me trajo a la memoria este poema la noticia de que el gobierno argentino se proponía repatriar los restos de Jorge Luis Borges del cementerio de Plainpalais, en Ginebra, donde reposan —una linda y acogedora placita que tiene el semblante de todo menos de un camposanto— y llevarlos a Buenos Aires para enterrarlos en el pretencioso cementerio de La Recoleta.
La idea, por lo visto, contaba con el apoyo de la propia presidenta argentina, la señora Cristina Fernández de Kirchner, y de su marido, el ex presidente Kirchner, que —es comprensible y en cierto modo inevitable— no querían perder la ocasión de darse un baño de cultura y popularidad presidiendo el fasto, en el que, quién lo duda, habría habido discursos, banderas, acaso cornetas, y adjetivos como “poeta ínclito”, “cuentista mágico” y “ensayista trascendental”. El proyecto fue presentado en el Congreso por la diputada peronista María Beatriz Lenz y como su partido tiene mayoría parlamentaria es seguro que hubiera sido aprobado: ¿cómo perderían la oportunidad esos legisladores, ellos también, de darse otro baño de cultura? De este modo, todo parecía bien encaminado para el gran esperpento: el cadáver de Borges elevado a los altares de la inmarcesible nación que le dio el ser por un gobierno que encarna de manera emblemática todo lo que la vida y la obra de Borges rechazan y escarnecen: la demagogia, el populismo, el mal gusto y la vulgaridad.
María Kodama, la viuda del escritor, se opuso a la repatriación, alegando que Borges decidió al final de su vida, en plena posesión de sus facultades, marcharse de Argentina, para morir en Suiza, un país donde había vivido y estudiado de adolescente y al que guardó siempre mucho cariño. “En democracia —declaró— ninguna persona de ningún partido puede disponer, o intentar disponer del cuerpo de una persona, que es lo más sagrado, frente a otra que ha dado y sigue dando su vida por su amor”. María Kodama tiene toda la razón del mundo, desde luego, pero acaso dio muestras de excesivo optimismo calificando de “democracia” ese sistema sui géneris en el que, en cada elección, resultan disputando y repartiéndose el poder unas cuantas facciones y pandillas peronistas ante la lastimosa impotencia de la pigmea oposición. En todo caso, quedan en la patria de Borges bastantes argentinos cultos y decentes que apoyaron a María Kodama e impidieron que se llevara a cabo ese ultraje póstumo contra la figura intelectual más ilustre nacida en Argentina. En efecto, la diputada María Beatriz Lenz retiró su proyecto, al menos por ahora, pero no es imposible que alguien lo resucite en el futuro. (En el Perú, de tiempo en tiempo, algún diputado propone también repatriar los restos de César Vallejo).
Es verdad que las circunstancias han hecho de Borges una “gloria nacional” porque ese es el destino que espera a todos los seres humanos que por su talento, sus virtudes, su genio, prestan un gran servicio a la humanidad en los dominios de las ciencias, las artes o las letras: ser inmediatamente nacionalizados y trasmutados en motivos de exaltación patriotera.
En verdad, a los grandes talentos no los “producen” los países y, por eso, Borges no es un “producto” argentino. Resultó de una alianza casi indiscernible de ideas, imágenes, poemas, novelas, ensayos, sistemas filosóficos, teologías, procedentes de muchas lenguas y culturas, de la atmósfera estimulante de una familia, de un grupo de amigos y conocidos, pero, principalmente, de una disposición o don personal, exclusivo y único, para soñar, fantasear, asimilar las grandes creaciones literarias y ordenar las palabras del español en frases, páginas y libros de extraordinaria precisión e inusitada belleza. Y por esa razón, al igual que Shakespeare y Goethe y Cervantes y tantos otros eminentes creadores, Borges no pertenece a la Argentina sino a todos los que lo leen y se deslumbran con su imaginación, su cultura literaria, su elegancia, su ironía y su soberbia manera de utilizar nuestra lengua imponiéndole la exactitud del inglés y la inteligencia del francés sin que por ello pierda el bronco vigor de la lengua castellana.
Borges se fue de su país porque, como les ocurre a muchos escritores con los suyos, estaba acaso asqueado con lo que allí ocurría, o simplemente harto de ser una “gloria nacional” (después de haber sido un ilustre desconocido hasta que Francia, Europa y los Estados Unidos hicieron saber a los argentinos que tenían un genio en casa) o porque, a la vejez, como dicen que hacen los elefantes cuando sienten que van a morir, quiso pasar la última etapa de su vida y morir donde había comenzado la vida que a él le importaba —la vida intelectual—: esa Suiza donde fue, o creyó ser, feliz, leyendo vorazmente, aprendiendo idiomas, y contrayendo, contagiado por los suizos, la sobriedad, la frugalidad, la corrección y la modestia que fueron rasgos permanentes de su vida privada.
Fue una decisión perfectamente legítima y quienes de veras admiran a Borges —que no son los politicastros ignorantes, ni los gacetilleros semianalfabetos que se dan también baños de cultura traficando con los genios— deben acatarla. Era indigno alegar como argumento, para justificar la repatriación, una cita de Borges formulada en una entrevista de ocasión, según la cual quería ser enterrado en La Recoleta al igual que sus antepasados. ¿No se han enterado esas pobres gentes que los seres humanos, a diferencia de las piedras y los animales, cambian a veces de opinión? Si hubieran leído a Borges, sabrían que él lo hizo innumerables veces y sobre muchas cosas (aunque nunca por comodidad u oportunismo).
La decisión que vale es la última que tomó. La que lo llevó, cuando era ya un anciano reconocido y festejado (pero devorado por la enfermedad) a dejarlo todo y, como lo hubiera hecho un adolescente letraherido, a empezar de nuevo, en un país donde sería siempre un desconocido, en aquella anodina, reprimida, políglota y próspera ciudad de Calvino donde, entre bibliotecas, aulas, libros e idiomas extranjeros, comenzó a ser Borges. Es un buen sitio para que descanse el más internacional y cosmopolita de los escritores que, vaya paradoja, fue también, de algún modo, un provinciano visceral, aquel fantaseador alucinado y erudito irreverente con la erudición, aquel viejo-niño tímido, y por momentos destemplado, que nunca maduró y por eso jamás se corrompió.
Un consejo, amigos escritores: nadie puede poner lo que escribió a salvo de futuras manipulaciones, distorsiones y vejaciones. Pero sí es posible, en cambio, precaverse contra póstumas emboscadas como la que estuvo en marcha y felizmente fracasó contra los huesos del pobre Borges. Háganse incinerar y que esparzan sus cenizas en lugares inalcanzables, como el bosque o el mar. ¡Mil veces preferible alimentar a los peces o a los pájaros que a esos inescrupulosos caníbales que engordan con los despojos de los buenos escribidores!
LIMAFEBRERO DEL 2009

lunes, 1 de agosto de 2011


Más Información, menos Conocimiento

Por: Mario Vargas Llosa
Nicholas Carr estudió Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurrió a toda su generación, descubrió el ordenador, el Internet, los prodigios de la gran revolución informática de nuestro tiempo, y no sólo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online y a navegar mañana y tarde por la red; además, se hizo un profesional y un experto en las nuevas tecnologías de la comunicación sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra.
Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector, y, casi casi, un lector. Su concentración se disipaba luego de una o dos páginas de un libro, y, sobre todo si aquello que leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente algo así como un recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual. Así lo cuenta: “Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo”.
Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa abandonaron sus ultramodernas instalaciones de Boston y se fueron a vivir a una cabaña de las montañas de Colorado, donde no había telefonía móvil y el Internet llegaba tarde, mal y nunca. Allí, a lo largo de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso. Se titula en inglés The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains y, en español: Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado fascinado, asustado y entristecido.
Carr no es un renegado de la informática, no se ha vuelto un ludita contemporáneo que quisiera acabar con todas las computadoras, ni mucho menos. En su libro reconoce la extraordinaria aportación que servicios como el de Google, Twitter, Facebook o Skype prestan a la información y a la comunicación, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que todo esto acarrea a las empresas, a la investigación científica y al desarrollo económico de las naciones.
Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, significará una transformación tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue el descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV que generalizó la lectura de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y aristócratas. El libro de Carr es una reivindicación de las teorías del ahora olvidado Marshall McLuhan, a quien nadie hizo mucho caso cuando, hace más de medio siglo, aseguró que los medios no son nunca meros vehículos de un contenido, que ejercen una solapada influencia sobre éste, y que, a largo plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. McLuhan se refería sobre todo a la televisión, pero la argumentación del libro de Carr y los abundantes experimentos y testimonios que cita en su apoyo indican que semejante tesis alcanza una extraordinaria actualidad relacionada con el mundo del Internet.
Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo, siempre y cuando estas pruebas se efectúen en el campo de acción en el que los beneficios de aquella tecnología son indiscutibles: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse.
No es verdad que el Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora poética decir que la “inteligencia artificial” que está a su servicio, soborna y sensualiza a nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, en sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado “la mejor y más grande biblioteca del mundo”? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas?
No es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la Web, como el profesor Joe O’Shea, filósofo de la Universidad de Florida, afirme: “Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la Web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los libros son superfluos”. Lo atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que el filósofo de marras crea que uno lee libros sólo para “informarse”. Es uno de los estragos que puede causar la adicción frenética a la pantallita. De ahí, la patética confesión de la doctora Katherine Hayles, profesora de Literatura de la Universidad de Duke: “Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean libros enteros”.
Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer La Guerra y la Paz o el Quijote. Acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura. Pero no creo que sea sólo la literatura a la que el Internet vuelve superflua: toda obra de creación gratuita, no subordinada a la utilización pragmática, queda fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la Web. Sin duda que ésta almacenará con facilidad a Proust, Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos?
La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso, sin duda sí. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito estudioso de los efectos del Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a los ordenadores la solución de todos los problemas cognitivos reduce “la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos”. En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos.
Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo carezco de los conocimientos neurológicos y de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos científicos que describe en su libro. Pero éste me da la impresión de ser riguroso y sensato, un llamado de atención que –para qué engañarnos– no será escuchado. Lo que significa, si él tiene razón, que la robotización de una humanidad organizada en función de la “inteligencia artificial” es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y a ver si esta segunda vez lo hacemos mejor.
Publicado el 31 de julio de 2011 en La República.

El Derecho de Pernada


Por Mario Vargas Llosa
De muchacho, en los años cincuenta, muchas veces oí en Piura y en Lima a mis compañeros de barrio y de colegio jactarse de haberse desvirgado con las sirvientas de su casa. No lo decían de manera tan científica, sino utilizando una expresión que sintetizaba todo el racismo, el machismo y la brutalidad de una clase social que en aquella época se exhibían todavía sin el menor embarazo en el Perú: “Tirarse a la chola”. Entonces, los niños bien no hacían el amor con sus enamoradas, que debían llegar vírgenes al matrimonio, y para sus ardores sexuales solían elegir entre la prostituta y la criada. Ni qué decir que muchos padres alentaban sobre todo la última opción, temerosos de que la primera  acarreara a sus vástagos una purgación.
El derecho de pernada es antiquísimo y los señores feudales de la Edad Media europea lo legaron a los gamonales y patronos sudamericanos, cuyos estupros y violaciones a las campesinas han sido documentados hasta la saciedad por la novela indigenista. Pero se equivocan quienes piensan que estos atropellos sexuales de los fuertes y poderosos caballeros contra las mujeres pobres y desvalidas han quedado confinados en el mundo del subdesarrollo. La truculenta odisea que vive Dominique Strauss-Khan parecería demostrar que incluso en la civilizada Francia hay señores que, desafiando los tiempos que vivimos, se empeñan en perpetuar aquella siniestra tradición.
Tradición que, dicho sea de paso, nunca se perdió del todo en el país de Proust y Molière. El gran Victor Hugo la practicó asiduamente en sus años otoñales, por ejemplo, y dejó testimonio de ello en un delicioso diario secreto que el erudito Henri Guillemin consiguió descifrar. ¿Es un atenuante, en su caso, que el autor de Los Miserables no violentaba a las sirvientas,  sino estableciera con ellas un pacto contractual y mercantil? Si aquella se dejaba ver sólo los pechos recibía un puñado de  centavos. Si se desnudaba por completo y el poeta no podía tocarla, medio franco. Si estaba autorizado  a acariciarla, un franco. Si el servicio era completo, franco y medio y a veces ¡hasta dos francos! El ilustre vate era muy cuidadoso con los gastos y llevaba una contabilidad maniática, gracias a lo cual hemos podido conocer esas debilidades de su vejez. Para disimularlas, las anotó en su diario en un español desfigurado (Verbigracia: “Visto mucho, cogido todo. Osculum”).
Si la acusación a la que debe hacer frente ante el Tribunal Supremo del Estado de Nueva York la confirman los jueces, Dominique Strauss-Khan –ex ministro de Economía de Francia, ex Director-Gerente del Fondo Monetario Internacional y, hasta el episodio del Hotel Sofitel, candidato favorito del Partido Socialista para representar a éste en la próxima elección presidencial– practicaba aquel derecho de pernada a la vieja usanza: añadido de golpes y maltratos a su víctima. Los médicos que examinaron a la camarera guineana que denunció al político francés de haberla obligado a practicar sexo oral con él detectaron que tenía desgarrado un ligamento del hombro, hematomas en la vagina y las medias rotas. La Policía, por su parte, ha comprobado la existencia, tanto en la pared como en la alfombra de la habitación, del semen que la camarera dice haber escupido, asqueada, luego de que el presunto victimario eyaculó. Estos son los hechos objetivos y la justicia deberá determinar si aquel sexo oral fue forzado, como dice la camarera, o consensuado, según asegura Strauss-Khan.
Como se ha comprobado que la camarera mintió a la Policía sobre su ingreso a los Estados Unidos –es una inmigrante ilegal– y que tuvo una conversación, en un dialecto guineano, con un hombre detenido por tráfico de drogas, ante el que se habría jactado de querer sacar dinero a su presunto violador aprovechando lo ocurrido, se dice que la acusación se tambalea y que el propio fiscal de Nueva York estaría pensando en encarpetar todo el asunto. Esto ha hecho que, en Francia, donde me encuentro ahora y donde, según una encuesta, un 50% de la opinión pública socialista todavía quisiera que Strauss-Khan sea su candidato presidencial, aparezcan muchos artículos y declaraciones de amigos y camaradas del ex ministro, quienes, encabezados por Bernard-Henri Lévy, atacan con ferocidad a la justicia estadounidense por haber mostrado a la prensa a un Strauss-Khan esposado y humillado, en vez de respetar su privacidad y su condición de mero acusado, no de culpable. Leyendo lo que escriben, parecería que el ex ministro es una especie de mártir y mereciera ser desagraviado.
A mí, en cambio, el personaje me parece repelente y tiendo a creer que lo que la camarera guineana dice de él es verdad. Me seguiría pareciendo repelente incluso si fuera cierto que el sexo oral con que se gratificó aquella mañana neoyorquina fue consensuado, pues, aun si lo hubiera requerido de buenas maneras y pagado por ello, habría cometido un acto cobarde, prepotente y asqueroso con una pobre mujer infinitamente más débil y vulnerable que él, la que se habría sometido a esa pantomima por necesidad o por miedo, de ningún modo seducida por la apostura o la inteligencia del personaje al que encontró desnudo en la habitación que iba a arreglar. “Tirarse a una sirvienta”, por las buenas o por las malas, es un acto innoble y vil, sobre todo cuando el que lo perpetra es un señor de horca y cuchilla, que es lo que era, hasta entonces, el casi intocable Strauss-Khan.
Yo no sé por qué las mentiras de la camarera atenuarían la falta de su presunto violador. Lo que se va a juzgar es si fue o no violada, no si es buena, sincera y desprendida. Si lo determinante para que la acusación prevaleciera no fueran los datos objetivos sino la personalidad y el carácter, el señor Strauss-Khan no quedaría bien parado. Sus antecedentes indican claramente que le gustaron siempre mucho las mujeres y que no tenía el menor empacho en demostrárselo, usando eso que los brasileños llaman la mao boba en las recepciones, ascensores y pasillos, como han hecho público los paparazzi de media Europa. Poco tiempo después de asumir la dirección del Fondo Monetario Internacional se vio envuelto en un lío de faldas, por haberse echado una amante entre sus subordinadas.
Y ahora mismo acaba de abrirse en París otro proceso contra él en el que la periodista y escritora Tristane Banon lo acusa de haber intentado violarla, en el año 2003, cuando fue a entrevistarlo para un libro. Ella fue citada en una especie de garçonnière, un departamento provisto sólo de una cama y unos sillones, y, según la joven,  tuvo que defenderse a patadas y rasguños de su entrevistado, que le rompió el sostén y el calzón mientras luchaban en el suelo. Tristane quiso entonces denunciar el intento de violación, pero su madre le impidió hacerlo, con el argumento de que aquello haría daño al Partido Socialista, en el que ella también militaba. La señora ha confirmado este hecho.
Así pues, si hay indicios negativos en lo que concierne al carácter y la personalidad de la camarera guineana del Hotel Sofitel, las credenciales morales del huésped están lejos de ser prístinas. Todo indica que ese señor superinteligente, ultrapoderoso y millonario estaba acostumbrado a permitirse ciertos excesos en el convencimiento de que a alguien como él esas debilidades le están permitidas, igual que el derecho de pernada a los señores feudales. Lo terrible es que parecería que buen número de sus compatriotas están de acuerdo con él. La indignación contra la Policía y la justicia de Estados Unidos por haber tratado a ese hombre tan importante y prestigioso como a un raterillo capturado in fraganti es casi unánime.
Yo no acabo de entender tanta indignación. El jefe de la Policía neoyorquina ha explicado que los presuntos culpables reciben el mismo tratamiento, se trate de pobres diablos o de banqueros: son llevados esposados al tribunal y expuestos a la prensa. También son presentados a la prensa cuando son declarados inocentes por la justicia, ya sin esposas. No ha habido encarnizamiento alguno contra Strauss-Khan. Pero, eso sí, no tuvo un tratamiento preferencial, debido a su ilustre investidura en el mundo financiero. Mucho me temo, por las cosas que leo estos días en París, que en su propio país hubiera recibido ese tratamiento preferencial, y, probablemente, jamás hubiera sido juzgado. Eso sí, la camarera guineana habría sido expulsada del país por ilegal, por falsaria y por practicar la prostitución.
Publicado en La República el 17 de julio de 2011.

El Aire Fresco y las Moscas

Por Mario Vargas Llosa
Vuelvo a China después de unos quince años y parece otro país. Aunque he oído y leído todos los ditirambos sobre su formidable desarrollo económico, la realidad va todavía más allá. En Shanghái, el distrito de Pudong, junto al río, hace cuatro lustros una llanura de arrozales, es ahora un Wall Street cuatro veces más grande y con el doble o triple de rascacielos. Tanto en esta ciudad como en Pekín la transformación urbana es portentosa: puentes, avenidas, túneles, construcciones para oficinas o viviendas, tiendas, galerías, parques, exhiben una modernidad y prosperidad impetuosas, un dinamismo que fermenta las veinticuatro horas del día.
Una riqueza ostentosa, sin complejos, se pavonea por doquier, en los grandes almacenes y los hoteles lujosísimos, en las gigantescas vitrinas que ofrecen los vestidos, trajes, bolsos, joyas, relojes, zapatos, automóviles, fantasías y locuras de las firmas más afamadas del mundo. Hay restaurantes por doquier y todos están llenos de gente generalmente bien vestida y amable que conversa y come sin soltar los teléfonos móviles, espiando de tanto en tanto el contorno desde detrás de sus anteojos marca Ray Ban, Ferragamo, Gucci o Lanvin. Uno se creería en la Quinta Avenida, los Champs Elysées o Bond Street, pero multiplicados por cinco o por diez. Se diría que desde que Deng Xiaoping lanzó la consigna “¡Enriquecerse es glorioso!” la realidad le hizo caso y sus 1,400 millones de compatriotas empezaron a producir y ganar dinero de manera frenética.
¿Es esto un país marxista-leninista? Según el Partido Comunista, que en estos días se prepara a celebrar su 90 aniversario de manera multitudinaria y fastuosa, rindiendo homenajes incesantes al mismo Mao Zedong que con sus delirantes políticas del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural hundió a China en la miseria más atroz y sacrificó a muchos millones de pobres, lo es más que nunca y vive ahora, gracias a las reformas y políticas “socialistas” de mercado que han convertido a China en la segunda potencia económica del mundo después de los Estados Unidos, una etapa de abundancia que en un futuro próximo –unos cien años más o menos–desembocará en la perfecta sociedad donde reinará la justicia distributiva y todos recibirán  lo que requieran según sus necesidades. La utopía colectivista igualitaria se hará entonces realidad.
Por el momento, la sociedad china es la más desigual del mundo, pues las diferencias entre los que más y menos tienen superan las de cualquier otro país, aunque, eso sí, probablemente éste sea el único en el que, por decisión del propio Comité Central, el Partido Comunista acepta ahora entre su militancia a millonarios y billonarios. Si usted detecta en todo esto ciertas contradicciones y misterios ideológicos, le aconsejo que lea el interesante libro de Eugenio Bregolat, La segunda revolución China (Destino, 2007) en el que este experimentado diplomático español y profundo conocedor del país donde ha vivido muchos años explica con lujo de detalles y divertidas anécdotas la extraordinaria conversión económica de China que llevó a cabo, luego de tropiezos, intrigas, retrocesos y tantas caídas como victorias, Deng Xiaoping. Este anciano compañero y adversario de Mao fue quien, sintetizando su propósito con otra de sus famosas frases, “Da igual que el gato sea blanco o negro, lo que importa es que cace ratones”, convirtió a la paupérrima dictadura totalitaria, colectivista y estatista erigida por Mao Zedong, en la sociedad capitalista autoritaria que sacó de la miseria a ochocientos  millones de campesinos y disparó un crecimiento y desarrollo vertiginosos sin precedentes en la historia.
Bregolat explica que esta insólita variante del “socialismo” concebida por Deng Xiaoping y sus seguidores, que ahora controlan el poder, sería incomprensible si no se la relaciona con la tradición cultural y filosófica china del confucianismo y los cuatro mil años de historia de un país invadido, ocupado y humillado por Occidente y al que la prosperidad y modernización actuales han desagraviado y devuelto el orgullo de sí mismo. La ideología “socialista” es ahora una retórica que sirve para justificar el monopolio del poder político por el Partido Comunista y la ideología real que ha echado hondas raíces en el país es el nacionalismo. Eugenio Bregolat es optimista y piensa que el notable progreso económico traerá, tarde o temprano, una apertura política, pues las nuevas clases medias y profesionales, que crecen cada día, educan a sus hijos en el extranjero, y mantienen un intenso comercio con el mundo a través de las nuevas tecnologías, van a ir reclamando cada vez más la democratización política del sistema. Ésta se llevará a cabo de manera pacífica.
Ojalá él tenga razón y los que no compartimos tanto su optimismo, como yo, nos equivoquemos. Mi pesimismo se debe a que, además del nacionalismo, lo que parece haberse convertido en una segunda naturaleza para buena parte de la sociedad china moderna, empezando por los jóvenes, es un materialismo consumista, precisamente aquel que algunos pensadores liberales lúcidos como el propio Adam Smith y Karl Popper temían: que la obsesiva concentración de la acción humana en la creación de riquezas embotara la vida espiritual e intelectual y empobreciera valores como el idealismo, la solidaridad y la generosidad.
Aunque, por razones obvias, en mis conversaciones con intelectuales, académicos y escritores chinos, fui prudente y me abstuve de acosarlos con preguntas impertinentes, a muchos de ellos los escuché quejarse del poco o nulo interés que  mostraban los jóvenes –sobre todo los mejor formados– por la vida cívica, la cultura, y, en general, por todo lo que fuera desinteresado y espiritual, como la filosofía, el arte o la religión. (En las universidades en las que hablé en Shanghái y Pekín nadie me hizo una sola pregunta política, tampoco los periodistas chinos que me entrevistaron, y creo que es la primera vez que me pasa en la vida). Todos parecen obsesionados con alcanzar una buena formación técnica y profesional que les abra las puertas a las grandes transnacionales y sus jugosos salarios o a los puestos administrativos, ahora también magníficamente dotados. A uno de ellos le oí murmurar, haciendo una mueca tristona: “Hoy apenas habría un puñadito de muchachos para manifestarse en Tiananmen”. La gran mayoría sólo aspira a ganar dinero, mucho dinero, y vivir mejor.
Otra de las célebres frases de Deng Xiaoping fue: “Si abrimos la ventana, junto al aire fresco entran las moscas”. Me imagino que debió pronunciarla en la primavera de 1989, poco antes de dar la orden al Ejército de poner fin a las manifestaciones de los estudiantes que, acampados en la enorme plaza de Tiananmen, pedían democracia y libertad, y que se saldó con la muerte de un número incierto de jóvenes,  en todo caso algunos centenares. La frase resume admirablemente la filosofía que aplica el régimen: apertura económica y social, sí,  pero sólo mientras no cuestione el control absoluto que sobre la vida política del país ejerce el Partido Comunista. Quien lo acepta, puede tener un margen bastante amplio de libertad personal, viajar al extranjero, usar Internet, si es escritor o profesor procurarse revistas y publicaciones ‘capitalistas’, siempre que no critiquen la política china. Pero no hay tolerancia con la disidencia política. Los disidentes, como Liu Xiaobo, Ai Weiwei y otros, son acosados, vigilados, o, si sus acciones repercuten y llegan al extranjero, encarcelados, juzgados y sentenciados a penas variables. A diferencia de lo que ocurría en el pasado, se fusila poco, y generalmente por delitos económicos, no políticos. La disidencia intelectual lleva ahora a la cárcel en vez del paredón y, a veces, sólo al arraigo domiciliario. “De todos modos, es un progreso sobre el pasado”, me dijo alguien.
La censura moral existe siempre, pero atenuada, y en los quioscos callejeros y en las librerías, se descubren a veces revistas y libros eróticos, en tanto que, al parecer, en los cabarets, bares, karaokes, se permiten ahora licencias inconcebibles en el pasado. “Pero, sin llegar a los extremos de Tailandia, claro está”.  A mi editor y a mis traductores les pregunté si mis libros habían sido censurados. Enfáticamente, me aseguraron que no. 
¿Hubiera sido posible el prodigioso desarrollo chino en libertad? Eugenio Bregolat lo pone en duda y piensa que los jóvenes mártires de Tiananmen actuaron con precipitación. Yo quiero creer que sí era posible. ¿Por qué en China no hubiera sido posible lo que lo fue en Estados Unidos, en Inglaterra, en Francia, en España y lo está siendo ahora en India, Chile, Brasil y tantas otras sociedades democráticas?
Publicado el 03 de julio de 2011 en La República

La Derrota del Fascismo

Por Mario Vargas Llosa
La victoria de Ollanta Humala en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, el último 5 de junio, ha salvado al Perú de la instalación de una dictadura que, amparada por una mayoría electoral, hubiera exonerado al régimen de Fujimori y Montesinos (1990-2000) de los crímenes y robos que cometió, así como de los atropellos a la Constitución y a las leyes que marcaron ese decenio. Y hubiera devuelto al poder a los 77 civiles y militares que, por delitos perpetrados en esos años, cumplen prisión o se encuentran procesados. Por la más pacífica y civilizada de las formas –un proceso electoral– el fascismo hubiera resucitado en el Perú.
“Fascismo” es una palabra que ha sido usada con tanta ligereza por la izquierda, más como un conjuro o un insulto contra el adversario que como un concepto político preciso, que a muchos parecerá una etiqueta sin mayor significación para designar a una típica dictadura tercermundista. No lo fue, sino algo más profundo, complejo y totalizador que esos tradicionales golpes de Estado en que un caudillo moviliza los cuarteles, trepa al poder, se llena los bolsillos y los de sus compinches, hasta que, repelido por un país esquilmado hasta la ruina, se da a la fuga.
El régimen de Fujimori y Montesinos –da vergüenza decirlo– fue popular. Contó con la solidaridad de la clase empresarial por su política de libre mercado y la bonanza que trajo la subida de los precios de las materias primas, y de amplios sectores de las clases medias por los golpes asestados a Sendero Luminoso y al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, cuyas acciones terroristas –apagones, secuestros, cupos, bombas, asesinatos– las tenían en la inseguridad y el pánico. Sectores rurales y lumpen fueron ganados mediante políticas asistencialistas de repartos y dádivas. Quienes denunciaron los atropellos a los derechos humanos, las torturas, desapariciones y aniquilamiento masivo de  campesinos, trabajadores y estudiantes acusados (falsamente en la mayoría de los casos) de colaborar con el terrorismo, fueron perseguidos e intimidados, y sufrieron toda clase de represalias. Montesinos prohijó la floración de una “prensa chicha” inmunda, cuya razón de ser era hundir en el oprobio a los opositores mediante escándalos fabricados.
Los medios de comunicación fueron sobornados, extorsionados y neutralizados, de modo que el régimen sólo contó con una oposición en la prensa minimizada y en sordina, la necesaria para jactarse de respetar la libertad de crítica. Periodistas y dueños de medios de comunicación eran convocados por Montesinos a su oscura cueva del Servicio de Inteligencia, donde no sólo se les pagaba su complicidad con bolsas de dólares, también se les filmaba a escondidas para que quedaran pruebas gráficas de su vileza. Por allí pasaban empresarios, jueces, políticos, militares, periodistas, representantes de todo el espectro profesional y social. Todos salían con su regalo bajo el brazo, encanallados y contentos.
La Constitución y las leyes fueron adaptadas a las necesidades del dictador, a fin de que él y sus cómplices parlamentarios pudieran reelegirse con comodidad. Las pillerías no tenían límite y llegaron a batir todas las marcas de la historia peruana de la corrupción. Ventas de armas ilícitas, negocios con narcotraficantes a quienes la dictadura abrió de par en par las puertas de la selva para que sus avionetas vinieran a llevarse la pasta básica de cocaína, comisiones elevadas en todas las grandes operaciones comerciales e industriales, hasta sumar en diez años de impunidad la asombrosa suma de unos seis mil millones de dólares, según cálculos de la Procuraduría que, al volver la democracia, investigó los tráficos ilícitos durante el decenio.
Esto es, en apretado resumen, lo que iba a retornar al Perú con los votos de los peruanos si ganaba las elecciones la señora Keiko Fujimori. Es decir, el fascismo del siglo XXI. Este ya no se encarna en esvásticas, saludo imperial, paso de ganso y un caudillo histérico vomitando injurias racistas en lo alto de una tribuna. Sino, exactamente, en lo que  representó en el Perú, de 1990 a 2000, el gobierno de Fujimori. Una pandilla de desalmados voraces que, aliados con empresarios sin moral, periodistas canallas, pistoleros y sicarios, y la ignorancia de amplios sectores de la sociedad, instala un régimen de intimidación, brutalidad, demagogia, soborno y corrupción, que, simulando garantizar la paz social, se eterniza en el poder.
El triunfo de Ollanta Humala ha mostrado que todavía quedaba en el Perú una mayoría no maleada por tantos años de iniquidad y perversión de los valores cívicos. Que esta mayoría fuera apenas de tres puntos pone los pelos de punta, pues indica que las bases de sustentación de la democracia son muy débiles y que hay en el país casi una mitad de electores que prefiere vivir bajo una satrapía que en libertad. Es una de las grandes tareas que tiene ahora en sus manos el gobierno de Humala. La regeneración moral y política de una nación a la que, el terrorismo de un lado y, del otro, una dictadura integral, han conducido a tal extravío ideológico que buena parte de él añora el régimen autoritario que padeció durante diez años.
La derrota del fascismo
Un rasgo particularmente triste de esta campaña electoral ha sido la alineación con la opción de la dictadura del llamado sector A, es decir la gente más próspera y mejor educada del Perú, la que pasó por los excelentes colegios donde se aprende el inglés, la que envía a sus hijos a estudiar a Estados Unidos, esa “elite” convencida de que la cultura cabe en dos palabras: whisky y Miami. Aterrados con los embustes que fabricaron sus propios diarios, radios y canales de televisión, que Ollanta Humala reproduciría en el Perú la política de estatizaciones e intervencionismo económico que ha arruinado a Venezuela, desencadenaron una campaña de intoxicación, calumnias e infamias indescriptibles para cerrarle el paso al candidato de Gana Perú, que incluyó, por supuesto, despidos y amenazas a los periodistas más independientes y capaces. Que estos, sin dejarse amedrentar, resistieran las amenazas y lucharan, poniendo en juego su supervivencia profesional, para abrir resquicios en los medios donde pudiera expresarse el adversario, ha sido uno de los hechos más dignos de esta campaña (por ejemplo, destaco la labor realizada por la publicación digital La Mula). Así como fue uno de los más indignos el papel desempeñado en ella por el arzobispo de Lima, el cardenal Cipriani, del Opus Dei, uno de los pilares de la dictadura fujimontesinista, que me honró haciendo leer en los púlpitos de las iglesias de Lima, en la misa del domingo, un panfleto atacándome por haberlo denunciado de callar cuando Fujimori hacía esterilizar, engañándolas, a cerca de trescientas mil campesinas, muchas de las cuales murieron desangradas en esa infame operación.
¿Y ahora, qué va a pasar? Leo en El Comercio, el diario del grupo que superó todas las formas de la infamia en su campaña contra Ollanta Humala, un editorial escrito con gran moderación y, se diría, con entusiasmo, por la política económica que se propone aplicar el nuevo Presidente, la que ha sido celebrada también, en un programa televisivo, por directivos de la confederación de empresarios, uno de los cuales afirmó: “En el Perú lo que falta es una política social”. ¿Qué ha ocurrido para que todos se volvieran humalistas de pronto? El nuevo Presidente sólo ha repetido en estos días lo que dijo a lo largo de toda su campaña: que respetaría las empresas y las políticas de mercado, que su modelo no era Venezuela sino Brasil, pues sabía muy bien  que el desarrollo debía continuar para que la lucha contra la pobreza y la exclusión fuera eficaz. Desde luego, es preferible que los nostálgicos de la dictadura escondan ahora los colmillos y ronroneen, cariñosos, a las puertas del nuevo gobierno. Pero no hay que tomarlos en serio. Su visión es pequeñita, mezquina e interesada, como lo demostraron en estos últimos meses. Y, sobre todo, no hay que creerles cuando hablan de libertad y democracia, palabras a las que sólo recurren cuando se sienten amenazados. El sistema de libre empresa y de mercado vale más que ellos y por eso el nuevo gobierno debe mantenerlo y perfeccionarlo, abriéndolo a nuevos empresarios, que entiendan por fin y para siempre que la libertad económica no es separable de la libertad política y de la libertad social, y que la igualdad de oportunidades es un principio irrenunciable en todo sistema genuinamente democrático. Si el gobierno de Ollanta Humala lo entiende así y procede en consecuencia, por fin tendremos, como en Chile, Uruguay y Brasil, una izquierda genuinamente democrática y liberal y el Perú no volverá a correr el riesgo que ha corrido en estos meses, de volver a empantanarse en el atraso y la barbarie de una dictadura.