domingo, 25 de marzo de 2012


Una Temporada en el Infierno



25 de marzo de 2012
Fuente original La República
Escrito por Mario Vargas llosa
Cuando termino de dar una conferencia me ocurre a veces ser asaltado por personas que me entregan papelitos, cartas, regalos, libros que se me van desparramando y voy perdiendo por el camino hasta el automóvil salvador.  Pero esta vez, no sé por qué, retuve uno de los libros que me alcanzaron, y, ya en el hotel, comencé a hojearlo mientras me venía el sueño.
Cinco horas después, cuando ya asomaba por la ventana el amanecer, terminé de leerlo. Estaba descompuesto, triste, desalentado y con la cabeza revuelta con recuerdos de un texto de Rimbaud que había sido uno de mis libritos de cabecera en mi juventud, uno de los primeros que pude leer en francés: Une saison en enfer.
El libro que me tuvo en vilo y desvelado toda una noche se titula Diario de vida y muerte y es, en efecto, un diario que llevó, a lo largo de tres años y medio –1988-1991–, Carlos Flores Lizana, entonces un joven jesuita. Había hecho su noviciado en México y fue destinado a Ayacucho cuando este departamento de los Andes peruanos vivía el infierno, devastado por la guerra que libraban el terrorismo de Sendero Luminoso y las fuerzas militares y policiales contrasubversivas.
El horror de esa experiencia está documentado con lujo de detalles en los doce volúmenes de testimonios recogidos por la Comisión de la Verdad que presidió el filósofo Salomón Lerner.  Pero todo informe, por más riguroso que sea, mantiene siempre un distanciamiento verbal y conceptual con aquello que refiere, y algo o mucho de lo vivido se eclipsa en su esfuerzo de reconstrucción histórica de los hechos.
El diario de Flores Lizana nos sumerge de lleno, y sin escapatoria, en una violencia enloquecida, vertiginosa, indescriptible, que él fue descubriendo y viviendo cada día y cada noche en esa temporada de casi cuatro años que pasó en el infierno ayacuchano.
El joven jesuita llegó allí sin sospechar lo que lo esperaba.  Venía lleno de ilusiones y de empeño a realizar una tarea que él creía sería pastoral y espiritual, y de pronto se vio rodeado por doquier de un salvajismo homicida que llenaba las calles de Ayacucho, de Huanta, y hasta de las más diminutas aldeas, de cadáveres, de torturados, de fantasmas de desaparecidos, y de familias enteras paralizadas por el espanto, la miseria y la impotencia.
El diario lo escribía en las noches, al correr de la pluma, sin pretensión literaria alguna, volcando los menudos o grandes incidentes de la jornada, y sus propias vacilaciones y angustias, y, a veces, transcribiendo cosas que oía o que le decían, como aquella frase de esa campesina que, le aseguró, el miedo que se padecía en su pago era tan grande que “hasta los perros se esconden y los pajaritos huyen.  ¿Será esto el fin del mundo?”.
Si alguna vez llega, ese fin del mundo no podrá ser peor que el indecible calvario vivido por el pueblo de Ayacucho en esos años finales de los ochenta y comienzos de los noventa que el diario de Flores Lizana hace revivir al lector contagiándole unos recuerdos impregnados de estupor, compasión y locura.  Terroristas y fuerzas del orden parecen empeñados en demostrar que no hay límites para el sadismo, que siempre se puede superar al adversario en ferocidad a la hora de ejercer la crueldad. 
Comandos de aniquilamiento senderistas ocupan un pueblo y castigan a los “ricos” (el boticario y el almacenero, por ejemplo) obligando a la población a lapidarlos hasta la muerte. A la esposa y a los dos hijos pequeñitos de un “soplón” los exterminan también a pedradas.  
La jefa del comando asesino es una estudiante de 17 años.  Policías y soldados violan sistemáticamente a las mujeres de las casas que registran –niñas impúberes, mujeres adultas, ancianas– y saquean tiendas,  chacras y despensas.  Cadáveres decapitados, miembros mutilados, aparecen a diario en los basurales.  Los alaridos de los torturados estremecen no sólo las noches, también las mañanas y las tardes de Ayacucho. 
La ciudad vive recorrida por rumores, amenazas y profecías apocalípticas y en el pánico cerval que es el aire que todos respiran la credulidad de la gente se traga los embustes y disparates más extravagantes. La razón desaparece, sepultada por una irracionalidad primitiva. Porque, aquí, la anormalidad es lo normal, la vida cotidiana. El diario transmite monótonamente la angustia de los padres al ver partir a sus hijos a la escuela o a la universidad, pues no saben si volverán a verlos, ya que podrían ser secuestrados, tal vez por los “terrucos”, tal vez por los propios soldados, y nunca más volverán a saber de ellos.  Los niños y jóvenes desaparecen no por decenas sino por centenares y hasta millares.
Las páginas más desgarradoras de este libro son las gestiones –heroicas pero inútiles– del puñadito de sacerdotes y de monjas que, con Flores Lizana, se atreven a ir a las comisarías o al cuartel “Los Cabitos” y al de Huanta acompañando a las familias a averiguar el paradero de sus desaparecidos, sólo para enfrentarse a la prepotencia, a la matonería y a las amenazas de la autoridad.
Una tarde, le vienen a decir que su nombre figura en una lista de personas que las fuerzas paramilitares van a eliminar esa misma noche por sospechosas de ayudar a la subversión.  En esa interminable noche, a la luz de una vela, Flores Lizana pasa revista a su vida, reconoce que lo que ve y padece le ha llegado a producir “una crisis de la fe en la Iglesia Católica” y se pregunta, desgarrado, “¿por qué los obispos se portaron como lo hicieron y por qué no defendieron la vida como lo esperaban las víctimas y muchos de los agentes pastorales de su tiempo?”.   La respuesta es muy simple: porque la primera prioridad de esos jerarcas eclesiásticos era acabar con la Teología de la Liberación, aunque ello significara mirar al otro lado “cuando se cometían estos crímenes sin nombre contra los campesinos y los detenidos desaparecidos”.
En los diarios de Flores Lizana no hay ni el más mínimo indicio de simpatía por la demencia ideológica y los espantosos crímenes que cometía Sendero Luminoso.  Todo lo contrario: su testimonio abunda en acusaciones constantes a las atrocidades de los senderistas.  Pero su indignación y su protesta son idénticas contra quienes, en su lucha contra el terrorismo, perpetraron también matanzas y torturas escalofriantes.
Su libro me ha conmovido mucho por su dolida humanidad, porque demuestra que, en contra de lo que le dice todo lo que ve a su rededor, es posible ser generoso, comprensivo, solidario y decente en medio de ese desplome sanguinario de todos los valores y sentimientos, cuando el instinto de muerte y destrucción se habían adueñado de la sierra peruana.  
Su testimonio resucitó en mi memoria aquel breve pero terrible texto, Une saison en enfer, que escribió Rimbaud en 1873, después de recibir el balazo de Verlaine, imaginando, en prosas y versos alucinatorios, un mundo bestializado y pesadillesco, conquistado por el mal, un mundo de delirio y crueldades vertiginosas, de deseos despavoridos en libertad y de imágenes incandescentes. Fue el último texto que escribió este joven de belleza luciferina de apenas diecinueve años.  El infierno que imaginó en su hermoso testamento era sólo literario y anunciaba el surrealismo y sus tumultos.  El infierno de verdad iría a vivirlo después, en sus  vagabundeos miserables de varios años por Adén y Abisinia traficando con metales, armas y acaso esclavos, asqueado de la literatura.  A diferencia de Flores Lizana, Rimbaud no dejó testimonio alguno de esa aventura infernal. Pero es seguro que no pudo ser nunca peor que la que vivió en Ayacucho este humilde religioso que pasó por el infierno y sobrevivió para contarlo.


viernes, 23 de marzo de 2012


‘El Latifundio nos Marcó el Subconsciente’



22 de marzo de 2012          Fuente Caretas


Límite de tierras, el dilema minero y el Fredemo en retrospectiva.


Entrevista
Ahora se discuten en el Congreso varios proyectos para limitar la propiedad de la tierra y evitar la concentración. ¿Qué opinaría actualmente desde su perspectiva liberal? 

–Algunos países que son democracias muy avanzadas ponen una limitación a la propiedad de la tierra porque piensan que una gran desproporción en el tamaño de las propiedades es contradictoria con la idea de igualdad de oportunidades, que es un principio democrático. 



Otros países también profundamente democráticos no ponen ningún tipo de limitación. Creo que el problema hay que estudiarlo con mucho cuidado. Mi primer instinto es que no debería haber otra limitación que la que imponga naturalmente la realidad política y económica. Creo que en un principio democrático general liberal ese debería ser el criterio.


Pero, bueno, hay factores que hay que tener en cuenta: el pasado, lo que ha significado el latifundio en la historia del Perú, que ha marcado profundamente el subconsciente peruano como una institución de explotación, de discriminación, de violencia social. Creo que hay que tener en cuenta todas esas consideraciones antes de estudiar rigurosamente, sin demagogia, esa problemática.


–Usted acaba de escribir sobre el desarrollo en Piura. ¿Qué piensa sobre las críticas a que esos proyectos de irrigación financiados por el Estado terminan beneficiando a los más grandes? 

–Pero ahora hay una tecnología tan avanzada que los tamaños pasan a segunda importancia. Es la productividad lo que importa y depende de la tecnología. Una muy pequeña propiedad puede ser más productiva que una grande si es bien administrada.

–Como algunos cafetaleros orgánicos. 

–O las granjas agrícolas para la exportación, que son la mejor prueba de que la organización puede dar lugar a una productividad extraordinaria.

–¿Qué piensa del dilema minero que tanto nos convulsiona? 

–Que hoy en día también hay una tecnología que permite que la minería opere sin destruir el medio ambiente tomando todas las precauciones para que ese futuro se respete, y eso es lo que los gobiernos tienen derecho a exigir. Lo que no se puede aceptar de ninguna manera es acabar con la minería por un principio puramente político e ideológico en un país que tiene una vocación minera, que está dotado de recursos minerales extraordinarios, que puede ser una fuente de desarrollo y prosperidad fantástica. Lo que hay que sugerir es desde luego, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, que las empresas mineras actúen con responsabilidad y que haya una autoridad fuerte y firme para hacer respetar todos esos condicionamientos al medio ambiente. El Estado define las políticas, la legalidad, y un Estado democrático lo hace a través de escuchar los puntos de vista contrarios y a través de estudios rigurosamente científicos y tecnológicos. Eso hoy día se puede alcanzar, ocurre en los países más prósperos y es lo que debemos exigir en el Perú, pero no podemos declarar de antemano por una cuestión ideológica que el Perú renuncie a la minería. ¿El Perú va a renunciar a la prosperidad, a la creación de trabajo? A eso equivale.

–En el evento de hoy se recordó varias veces otro encuentro de hace 22 años en Lima que fue un episodio fundacional en su candidatura. ¿Tiene hoy la misma idea del Estado que tenía entonces? 

–Con muchas enmiendas e innovaciones, aprovechando justamente la experiencia. Pero una cosa que me interesa muchísimo subrayar es que ese era un programa minuciosamente estudiado para aplicarlo en democracia. No era un programa para que lo aplicara una dictadura. El principio mismo de una dictadura era írrito a la naturaleza del programa, que era profundamente democrático y para el que nosotros queríamos un mandato electoral. Para mí el desarrollo económico no es concebible separado de una democracia, a través de un régimen autoritario. Eso lo desnaturaliza, lo corrompe. Los intentos muy mediatizados de liberación (económica) que se hicieron en la dictadura estuvieron estragados por la infinita corrupción que la acompañó.

–¿El proceso de privatizaciones, por ejemplo? 

–Por ejemplo. Las privatizaciones eran un instrumento absolutamente fundamental en nuestro caso para infundir la propiedad, para que se extendiera por el país. Sirvieron para enriquecer a algunas cuantas personas y sobre todo para llenar las bolsas de Montesinos y Fujimori.

–En sus ficciones usted ha trazado personajes que demuestran hasta dónde pueden llegar los impulsos humanos sin ataduras. ¿No podría establecerse una relación con la desregulación que terminó en la crisis financiera? 

–No creo que la desregulación conduzca a la barbarie. No se hacen para crear un estado salvaje donde reina el más fuerte. Se hacen para disminuir el red tape, para disminuir la burocratización, para abaratar el costo de la legalidad, pero todo eso siempre dentro de la legalidad, que no puede ser vulnerada. Hombre, hay reformas liberales que han resultado excesivas y a veces contraproducentes. Como cuando la señora Thatcher creó el tax a la propiedad habitacional. La idea era democratizar la propiedad y al final creó unas injusticias tremendas. El pueblo inglés reaccionó y el gobierno debió rectificar. A veces hay excesos en las reformas liberales. Para eso hay una opinión pública que se manifiesta en democracia y exige que las reformas se corrijan
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(Entrevista: Enrique Chávez)

miércoles, 14 de marzo de 2012


La Desaparición de los "Piajenos"


11 de marzo de 2012
Escrito por Mario Vargas llosa

Han desaparecido los burritos de las calles y los alrededores de Piura. Los piuranos los llamaban “piajenos” y el sobrenombre les caía como anillo al dedo: eran los pies de los demás. Y, por supuesto, también los lomos y los brazos. Estoicos y pacientes cargaban costales de fruta, leña, gentes, todo lo que se podía cargar, y se los veía trotando día y noche por las calles de altas veredas, soportando maltratos de los malhumorados y los sádicos, alimentándose de lo que encontraban al paso o viviendo del aire y de su mera terquedad de no resignarse a morir. Pero ahora se han extinguido y a nadie le importa, y algunos lo celebran porque saben que la desaparición de los piajenos es, ay, síntoma inequívoco de modernización y de progreso.
Y es verdad: los cambios en todo Piura son impresionantes. La Piura de mi memoria se ha volatilizado en un torbellino de gigantescos centros comerciales, flamantes urbanizaciones que se comen el desierto, gallardos edificios, universidades, colegios, fábricas, nuevas avenidas, nuevos hoteles y plantaciones de agroindustria para la exportación que han puesto a esta región a la vanguardia del desarrollo peruano. Al igual que Ica, que ya lo alcanzó, Piura raspa ya ese milagro, el pleno empleo, y, en ciertas épocas del año debe importar trabajadores de la sierra para cubrir las demandas de mano de obra para el campo y la construcción. En la Plaza de Chulucanas escucho un parlante que invita a la gente local a enrolarse para ir a trabajar a la capital del departamento; ofrecen “buen trato, buen salario, contrato y seguridad social”.  Nunca creí que lo vería y ahora lo veo: el Perú despegó por fin y la Piura querida de mi infancia y adolescencia está en el pelotón de cabeza de esta transformación.
Pero, para alguien de mi generación, toda ciudad es ya, como lo era Madrid en el poema de Dámaso Alonso, un cementerio de un millón de cadáveres. La guadaña del tiempo se ha llevado no sólo a todos mis profesores del Colegio San Miguel de Piura, sino también a mis compañeros de clase y a buena parte del elenco, los escenógrafos y los técnicos con los que subimos a escena, en el ya desaparecido Teatro Variedades, “La huida del Inca”, la primera obrita de teatro que escribí, en aquella Semana de Piura de julio de 1952, la experiencia más conmovedora para mí en ese año extraordinario que pasé en casa de mis tíos Lucho y Olga, en el que, además de alumno sanmiguelino, fui periodista en el diario La Industria, fabricante de versos y de cuentos, autor y director de teatro, y hasta líder, con Javier Silva Ruete, de una huelga estudiantil.
Alguien ha encontrado una fotografía del estreno de “La huida del Inca” –siempre creí que no existía ninguna- y el momento más emocionante de esta visita es rememorar, gracias a aquella imagen, esa noche inolvidable. Ahí están, medio sepultados bajo los emplumados ornamentos con que Carmela Garcés y el profesor Aldana los vistieron de Incas,  Yolanda Vilela y la bella Ruth Rojas, y ese hombre-ídolo que blande la mascaipacha imperial debe ser Ricardo Raygada. Yo, aunque no aparezco en la borrosa foto, es seguro que estoy también ahí, escondido en esas bambalinas que se divisan a un costado, enternado de azul y comiéndome las uñas de tanta emoción.
El Hotel de Turistas, en la Plaza de Armas de los eternos tamarindos, donde a mis once años descubrí que tenía un padre vivo y vi al personaje por primera vez, está siempre allí, pero ahora se llama Los Portales y el patio de los “sábados bailables” se transformó en un comedor. El Viejo Puente se desplomó, se lo llevó el río en una de sus crecidas,  y lo ha reemplazado un puente colgante que ahora es peatonal. Los estragos causados por el Niño desvistieron el elegante Malecón Eguiguren y dieron buena cuenta de gran parte de las nobles casonas que lo engalanaban. El urbanicidio más triste es el de la Casa Eguiguren, seguramente la de mayor prestancia e historia de la ciudad, desfondada, desenrejada, saqueada de sus azulejos, de su artesonado, de sus puertas con clavos y convertida en un amasijo de ruinas pestilentes.
Pero la Plazuela del pintor Merino se conserva casi intacta,  con la Iglesita del Carmen, convertida en un museo de arte religioso, y la casita donde vivía el párroco, el Padre Santos García, salmantino, cascarrabias, filatelista y profesor de religión, quien, en ciertas clases, presa de inspiración bíblica, tronaba de tal modo que hacía estremecerse las viejas paredes de quincha del colegio San Miguel. Éste se halla aún en pie, con sus aulas de techos altísimos, sus patios centenarios, su teatrín colonial, y hay esperanzas de que se convierta en un gran centro de cultura.  
Cuando yo vine a Piura por primera vez, el río Piura era de avenida, y la llegada de las aguas, al comenzar el verano, se celebraba con una fiesta en la que participaba toda la ciudad. Había fuegos artificiales, bandas de música, y el mismísimo obispo se metía al cauce con sus hábitos morados, a bendecir la llegada del agua que traía vida, trabajo y alegría a los piuranos. Ahora el Piura es un río de aguas permanentes y la orilla opuesta ya no tiene arenales y algarrobos sino modernos edificios, las nuevas instalaciones del Colegio Salesiano y el gigantesco campus de la Universidad Nacional de Piura. En algún lugar de lo que es ahora el vasto distrito de Castilla yacen las cenizas de lo que fue, alguna vez, la pecaminosa Casa Verde.
El desierto, que rodeaba a la ciudad y la llenaba de arena las tardes de viento fuerte, ha desaparecido. Los cincuenta kilómetros que separan a Piura de Chulucanas están ahora llenos de árboles, matorrales, pastos, sembríos, y hasta los lejanos contrafuertes de la Cordillera, que yo recordaba grises y pelados, se han cubierto de verdura. Sólo el pueblecito de Yapatera, a unos cinco kilómetros de la capital de Morropón, permanece fiel a sí mismo, pequeño y acogedor, calcinándose al sol con sus casitas frágiles de adobe y de cañas, y su iglesita austera y despojada, con su techo de calamina y la coloreada imagen de San Sebastián. La casa de los McDonald, donde pasé algún fin de semana y monté caballo por primera vez, es una ruina de la que han tomado posesión un búho y unos murciélagos que, ominosos y silentes, trazan círculos sobre mi cabeza cuando recorro esos escombros tratando de localizar la terraza donde el dueño de casa, un inglés, y su esposa Pepita, tomaban todas las tardes el five o’clok tea, contemplando el quebrado horizonte de la Cordillera Negra.
Yapatera es un caso aparte porque, en un entorno social de indios, cholos y blancos, fue durante mucho tiempo un pueblo negro. Según don Fernando Barranzuela, el sabio del lugar, en el año de 1609, en plena colonia, el señor feudal de Yapatera compró catorce esclavos negros –diez hombres y cuatro mujeres- procedentes de Cumaná (Venezuela), a los que los indios del lugar apodaron los “cumananeros”. Así nacieron las famosas cumananas, contrapuntos líricos de versos rimados -desafío y réplica- en que son maestros consumados los yapateranos. Paso cerca de un par de horas, bajo los molles, sauces y algarrobos de la placita de Yapatera oyendo las cumananas con que don Fernando Barranzuela y Juan Manuel Guardado, los dos bardos locales, se provocan y burlan de sí mismos. Las letras son por lo general de afiebrado contenido sexual y, como suele ser frecuente en la poesía popular, rezuman machismo, racismo y chauvinismo. (Desafío: “Me puse a lavar un negro/ a ver si se desteñía;/ cuanto más lo jabonaba/ más negro se me ponía”./ Réplica: “Yo también bañé a un blanquito/ a ver qué cosa decía;/ le metí un dedo al potito/ y el maricón se movía”)
Toda esta región en los viejos tiempos estaba llena de cañaverales y trapiches y hasta el aire parecía impregnado con la dulcísima miel de la chancaca. Ya no queda uno solo. Alrededor de Yapatera hay todavía arrozales pero todo el contorno está dedicado a la siembra de frutas para la exportación. Hago un alto en la antigua hacienda de Sol Sol y de nuevo me doy de bruces con la Piura modernísima del siglo XXI: viñedos que se extienden hasta perderse de vista, alineados al milímetro y se diría podados por artistas; almacenes, depósitos, empaquetadoras, comedores y baños relucientes; sembríos de paltas y mangos. Los dueños de la empresa Saturno me explican que sus clientes abarcan un abanico de países de varios continentes y que, en los períodos de mayor actividad, más de dos mil familias viven del trabajo en esta finca.
Ya de regreso a la ciudad, veo a orillas de la carretera, en una ranchería de chozas donde se ofrecen bebidas y carne seca a los viajeros, algo que me hace detener. Está tumbado al sol, revolviéndose sobre sí mismo en la tierra parda y áspera, peludo, grisáceo y, a juzgar por los desafinados rebuznos que lanza de pronto, sin ton ni son, gozando del instante. El último piajeno de Piura parece feliz.