lunes, 27 de agosto de 2012


Julian Assange en el balcón


Fuente La República

Escribe Mario Vargas Llosa

En el cubículo de la embajada del Ecuador en Londres, donde está refugiado, Julian Assange, el fundador de WikiLeaks, tendrá ahora tiempo de sobra para reflexionar sobre la extraordinaria historia de su vida, que comenzó como oscuro ladronzuelo de la intimidad ajena (es lo que hace un hacker informático, aunque el anglicismo trate de inocular dignidad a ese innoble oficio) en el país de los canguros y ha terminado convirtiéndolo en un ícono contemporáneo, tan famoso como los futbolistas o roqueros más de moda, para muchos en un héroe de la libertad de expresión y en el centro de un conflicto diplomático internacional.
Existe tal maraña de confusiones y mentiras respecto al personaje, creada por él mismo y por sus partidarios, y propulsada por el periodismo ávido de escándalo, que hay millones de personas en el mundo convencidas de que el desgarbado australiano de pelos blanco amarillos que compareció hace unos días en el balcón de la embajada ecuatoriana del barrio preferido por los jeques árabes en Londres –Knightsbridge– para dar lecciones sobre la libertad de expresión al presidente Obama, es un perseguido político de los Estados Unidos al que ha salvado in extremis nada menos que el presidente Rafael Correa del Ecuador, es decir, el gobierno que, después de los de Cuba y Venezuela, ha perpetrado los peores atropellos contra la prensa en América Latina, cerrando emisoras, periódicos, arrastrando a tribunales serviles a periodistas y diarios que se atrevieron a denunciar los tráficos y la corrupción de su régimen, y presentando una ley mordaza que prácticamente sellaría la desaparición del periodismo independiente en el país. En este caso sí que vale el viejo refrán: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. Porque el presidente Correa y Julian Assange son tal para cual.
En realidad, el fundador de WikiLeaks no es objeto en estos momentos siquiera de una investigación judicial en los Estados Unidos ni este país ha hecho pedido alguno reclamándolo a nadie para enfrentarlo a un tribunal. El supuesto riesgo de que, si es entregado a la justicia sueca, el gobierno de Suecia pueda enviarlo a Estados Unidos es, por ahora, una presunción desprovista de todo fundamento y no tiene otro objeto que rodear al personaje de un aura de mártir de la libertad que ciertamente no se merece. La justicia sueca no lo reclama por sus hazañas –mejor dicho, infidencias– informáticas, sino por las acusaciones de violación y acoso sexual formuladas contra él por dos ciudadanas de ese país. Así lo ha entendido la Corte Suprema de Gran Bretaña y por eso decidió transferirlo a Suecia, cuyo sistema judicial, por lo demás, es, al igual que el británico, uno de los más independientes y confiables del mundo. De manera que el señor Assange no es en la actualidad una víctima de la libertad de expresión, sino un prófugo que utiliza ese pretexto para no tener que responder a las acusaciones que pesan sobre él como presunto delincuente sexual.
La popularidad de que goza se debe a los cientos de miles de documentos privados y confidenciales de distintas reparticiones del gobierno de los Estados Unidos –empezando por la diplomacia y terminando por las Fuerzas Armadas–, obtenidos mediante el robo y la piratería, que WikiLeaks difundió, presentándolos como una proeza de la libertad de expresión que sacaba a la luz intrigas, conspiraciones y conductas reñidas con la legalidad. ¿Fue realmente así? ¿Contribuyeron las delaciones de WikiLeaks a airear unos fondos delictivos y criminales de la vida política estadounidense? Así lo afirman quienes odian a Estados Unidos, “el enemigo de la humanidad”, y no se consuelan todavía de que la democracia liberal, del que ese país es el principal valedor, ganara la Guerra Fría y no fueran más bien el comunismo soviético o el maoísta los triunfadores. Pero, creo que cualquier evaluación serena y objetiva de la oceánica información que WikiLeaks difundió, mostró, aparte de una chismografía menuda, burocrática e insustancial, abundante material que justificadamente debe mantenerse dentro de una reserva confidencial, como el que afecta a la vida diplomática y a la defensa, para que un Estado pueda funcionar y mantener las relaciones debidas con sus aliados, con los países neutros, y sobre todo con sus manifiestos o potenciales adversarios.
Nosotros nunca sabremos la manera cómo las revelaciones de WikiLeaks sirvieron para que se deshicieran las redes de información laboriosa y peligrosamente montadas por los países democráticos en las satrapías que amparan el terrorismo internacional de Al Queda y congéneres, ni cuántos agentes e informantes de los servicios de inteligencia del Occidente fueron detectados y posiblemente eliminados por efecto de esas publicaciones, pero no hay duda de que esa fue una de las siniestras consecuencias de aquella celebrada operación de desembalse informativo. ¿No es curioso que WikiLeaks privilegiara de tal modo revelar los documentos confidenciales de los países libres, donde existe, además de la libertad de prensa, una legalidad digna de ese nombre, en vez de hacerlo con las dictaduras y gobiernos despóticos que proliferan todavía por el mundo? Es más fácil ganar credenciales de luchador por la libertad ejercitando la infidencia, el contrabando y la piratería informática en sociedades abiertas, al amparo de una legalidad siempre reticente a sancionar los delitos de prensa para no dar la sensación de restringir o poner obstáculo a esa libertad de crítica que es, efectivamente, sustento esencial de la democracia, que infiltrándose en los secretos de los gobiernos totalitarios.
Los partidarios de WikiLeaks deberían recordar que la otra cara de la libertad es la legalidad y que, sin ésta, aquella desaparece a la corta o a la larga. La libertad no es ni puede ser la anarquía y el derecho a la información no puede significar que en un país desaparezcan lo privado y la confidencialidad y todas las actividades de una administración deban ser inmediatamente públicas y transparentes. Eso significaría pura y simplemente la parálisis o la anarquía y ningún gobierno podría, en semejante contexto, cumplir con sus deberes ni sobrevivir. La libertad de expresión se complementa, en una sociedad libre, con los tribunales de justicia, los parlamentos, los partidos políticos de oposición y esos son los canales adecuados a los que se puede y debe recurrir si hay indicios de que un gobierno oculta o disimula delictuosamente sus iniciativas y quehaceres. Pero atribuirse ese derecho y proceder manu militari a dinamitar la legalidad en nombre de la libertad es desnaturalizar este concepto y degradarlo de manera irresponsable, convirtiéndolo en libertinaje. Eso es lo que ha hecho WikiLeaks y, lo peor, creo, no en razón de ciertos principios o convicciones ideológicas, sino empujado por la frivolidad y el esnobismo, vectores dominantes de la civilización del espectáculo en que vivimos.
El señor Julian Assange no ha practicado en la institución que fundó la transparencia y la limpieza totales que exige de las sociedades abiertas contra las que se ha encarnizado. Las defecciones que ha experimentado WikiLeaks se deben, fundamentalmente, a su resistencia a dar cuenta a sus colaboradores de los varios millones de dólares que ha recibido como donaciones, según leo en un artículo firmado por John F. Burns, en el Internacional Herald Tribune del 18/19 de agosto. Es un buen indicio de lo complicadas y sutiles que pueden ser las cosas cuando se observan de cerca y no a partir de lugares comunes, estereotipos y clisés.
En las actuales circunstancias no hay razón alguna para considerar a Julian Assange un cruzado de la libertad de expresión, sino más bien un vivillo oportunista que, gracias a su buen olfato, sentido de la oportunidad y habilidades informáticas,  montó una operación escandalosa que le dio fama internacional y la falsa sensación de que era todopoderoso, invulnerable y podía permitirse todos los excesos. Se equivocó y ahora es víctima de estos últimos. En verdad, su peripecia parece haber entrado en un callejón sin salida, y no es imposible que, una vez que pase la ventolera que hizo de él una persona famosa, se le recuerde sobre todo por la involuntaria ayuda que ha prestado, creyendo actuar a favor de la libertad, a sus enemigos más acérrimos.
Salzburgo, agosto de 2012

domingo, 19 de agosto de 2012


La "barbarie" Taurina


12 de agosto de 2012
Escribe Mario Vargas Llosa
La Plaza de Toros de Marbella no tiene el sabor que da la antigüedad a plazas como la de Ronda o la de Acho de Lima, ni el prestigio de las de algunas grandes ciudades como Sevilla, Madrid o México y, puesto que en sus tendidos se ven a veces más turistas que nativos, los exquisitos de la tauromaquia se permiten mirarla por sobre el hombro. Pero en esta placita provinciana ocurren a veces cosas notables, como la del domingo 5 de agosto, en la corrida en que El Cordobés, Paquirri y El Fandi lidiaron seis toros de Salvador Domecq.
Todo coincidió para producir esa maravilla: la magnífica tarde de sol alto y cielo azul, los seis astados bravos, alegres, nobles y de buen peso, el entusiasmo del público que ocupaba media entrada y el pundonor de los toreros, su virtuosismo y su voluntad de gozar y hacer gozar. Lo consiguieron. Fue una magnífica corrida y, con la excepción de una vara de más al primer toro de El Cordobés, sin una falla, algo rarísimo en todos los cosos del mundo. El presidente se excedió y concedió diez orejas pero la afición estaba tan contenta que nadie se lo reprochó.
Manuel Díaz El Cordobés estuvo simpático y comunicativo con los tendidos cada vez que dio la vuelta al ruedo, lo que es normal en él, pero felizmente a la hora de torear moderó su exhibicionismo, sus piruetas y nos exoneró de sus famosos saltos de rana. Demostró que, además de vistoso y trejo, puede ser serio, entablar con el toro esa complicidad tensa de la que resulta una faena redonda. No estoy contra los desplantes y una cierta dosis de histrionismo en la arena, pues también eso, como las bandas verbeneras y los pasodobles, forman parte de la fiesta, y he visto grandes diestros que se permitían a veces, en medio de electrizantes faenas, alguna payasada. Pero prefiero el toreo profundo, el que nos hace presentir eso que Víctor Hugo llamaba “la boca de la sombra”, el pozo negro que nos espera a todos y a cuyas orillas algunos creadores de excepción –poetas, músicos, cantantes, danzarines, toreros, pintores, escultores, novelistas- se acercan a veces para producir una belleza impregnada de misterio, que nos desvela una verdad recóndita sobre lo que somos, sobre lo hermosa y precaria que es la existencia, sobre lo que hay de exaltante y trágico en la condición humana. Ese es el estilo taurino que más me conmueve y por eso admiré tanto a Antonio Ordóñez y admiro ahora a un Enrique Ponce o un José Tomás.
Francisco Rivera Ordóñez, Paquirri, al igual que su hermano Cayetano, ha heredado de su abuelo, el gran Antonio Ordóñez, la elegancia y una valentía tranquila y natural de enfrentarse al peligro, de encerrarse con el toro en un diálogo secreto del que resultan figuras en las que se mezclan la gracia, la destreza, la inteligencia y por supuesto el coraje. Hasta cuando banderillea lo hace evitando la exageración, exponiéndose en la justa medida, para que nada desentone.
Pero la suerte de banderillas es aquella en la que la corrida está más cerca de la danza,  cuando se vuelve coreografía, ballet, y pocos toreros encarnan mejor ese trance que David Fandila, El Fandi. Fue siempre un banderillero soberbio y esa tarde lo probó, encendiendo las tribunas con su arrojo. Hacía tiempo que no lo veía torear y, en Marbella, me pareció que había madurado mucho, que ahora maneja la muleta con más temple, color y matices, aunque siempre con el mismo tesón.
Fue una tarde muy bonita y al salir de la plaza me pregunté si un espectáculo como el que acabábamos de ver cambiaría la opinión que Rafael Sánchez Ferlosio tiene de los toros. Probablemente, no. Ese mismo día había leído, en El País, un artículo suyo, “Patrimonio de la Humanidad”, una de las diatribas más destempladas y feroces que he leído contra los toros, que él quisiera que desaparecieran de una vez “no por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres”.
Según él, los toros son la manifestación más flagrante de la barbarie humana. Su artículo evoca a las hordas sádicas que hicieron “una protesta ensordecedora” cuando don Miguel Primo de Rivera, en 1928, ordenó que se protegiese con gualdrapas forradas a los caballos de la suerte de varas que, hasta entonces, morían como moscas despanzurrados por los toros. Y, al parecer, era eso, más que la lidia, lo que los aficionados querían ver: el sufrimiento y la matanza de los brutos. He asistido a muchas corridas en mi vida y no recuerdo una sola en la que haya visto a las tribunas regocijarse cuando un toro derriba o hiere a un caballo; más bien, la reacción del público es siempre la contraria.  
En los toros hay una violencia que para muchas personas, como Sánchez Ferlosio, es intolerable, algo absolutamente digno de respeto. Sería un atropello brutal que alguien quisiera obligarlo a nadie asistir a un espectáculo que malentiende y abomina. Es menos digno de respeto, en cambio, que él y quienes quisieran acabar con los toros, traten de privarnos de la fiesta a los que la amamos: un atropello a la libertad no menor que la censura de prensa, de libros y de ideas. Y tampoco es respetable la caricatura de la corrida como una expresión de machismo y chulería en la que se expresaría “el alma-hecha-gesto de la españolez”. No entiendo lo que esta frase quiere decir, pero sí la intención que la mueve y ella es un puro disparate. “La españolez” (una entelequia que expresaría la esencia metafísica de todo lo español) en primer lugar no existe, y, en segundo, si existiera, estaría tan fracturada respecto a las corridas de toros como sabemos muy bien que lo está España.
El artículo de Sánchez Ferlosio está redactado de tal modo que, se diría, la “españolez” es algo que se encarna sólo en “los castellanos”, pues son éstos, a su juicio, quienes “se han puesto a reivindicar la alta culturalidad” de los toros. ¡Protesto! ¿Y los andaluces, vascos, gallegos, peruanos, colombianos, mexicanos, ecuatorianos, bolivianos que defendemos la fiesta? ¿Y los franceses, que han declarado la corrida un bien cultural de la nación? La “barbarie” taurina tiene un arraigo mucho mayor que la geografía castellana y llega, por ejemplo, hasta Suecia, donde, la última vez que estuve en Estocolmo, descubrí una peña taurina con varios cientos de afiliados.
Por otra parte, el artículo deja la impresión de que, por haber prohibido los toros, los catalanes quedan exonerados del oprobio barbárico. Protesto, otra vez. Conozco buen número de catalanes tan aficionados a la fiesta como yo y sin duda él mismo recordará que, cuando se discutía la prohibición, en el manifiesto en defensa de los toros que apareció en Barcelona, entre los firmantes figuraba buen número de artistas e intelectuales catalanes de primera línea, entre ellos Félix de Azúa y Pere Gimferrer.
Sánchez Ferlosio vapulea a Fernando Savater por  “la poética nebulosidad de acento vaporosamente zambraniano” de su ensayo sobre la muerte y la tauromaquia, y ridiculiza a Ortega y Gasset por ese “excelso ortegajo” que, en su opinión, fue afirmar que no se puede comprender la historia de España sin tener en cuenta la historia de las corridas. Ambas recusaciones son innecesariamente hirientes e injustas. Savater y Ortega han escrito ensayos que ayudan a entender la complejidad de la fiesta, su entraña sociológica, su reverberación tradicional y mítica, sus raíces psicológicas y su valencia artística. ¿Qué hay de ridículo en utilizar la perspectiva taurina para estudiar, por ejemplo, la filiación que enlaza a España con la mitología de Creta y Grecia y llega, pasando por Goya, hasta Picasso y García Lorca, en la que destaca como protagonista la noble estampa del toro de lidia?
Pero, tal vez, para entender cabalmente estos ensayos hay que amar los toros y no odiarlos, pues el odio obnubila la razón y estraga la sensibilidad. Los aficionados amamos profundamente a los toros bravos y no queremos que se evaporen de la faz de la tierra, que es lo que ocurriría fatalmente si las corridas desaparecieran. Pero no ocurrirá, no todavía por lo menos, no mientras haya corridas que, como esa semiclandestina de Marbella de la tarde del 5 de agosto, nos hagan vibrar de emoción y gratitud ante un espectáculo de tanta perfección, y nos den tanta voluntad y razones para seguir defendiéndolas contra la prohibición, la última ofensiva autoritaria, disfrazada, como es habitual, de progresismo.
Marbella, agosto de 2012

Llamado a la Concordia


29 de julio de 2012
Escribe Mario Vargas Llosa
Pronto comenzarán las vistas orales sobre el diferendo de fronteras marítimas entre Chile y Perú que se ventila ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Muchos hubiéramos preferido que esta discrepancia se resolviera mediante negociaciones bilaterales,  en la discreción de las cancillerías, pero, como no fue posible el acuerdo, el litigio está donde la razón y el sentido común señalan que debe estar: ante una instancia jurídica internacional que ambos países reconocen y cuyo fallo los gobiernos peruano y chileno se han comprometido a acatar.
Con este motivo, el 25 de julio de este año se dio a conocer simultáneamente en Lima, Santiago y Madrid, un “Llamado a la concordia” que hemos firmado quince chilenos y quince peruanos, de distintas profesiones, vocaciones y posturas políticas, pero, todos, firmemente comprometidos con la cultura democrática. Ésta es una iniciativa de dos escritores, Jorge Edwards y yo mismo, que, hace treinta y tres años, en junio de 1979, con motivo de cumplirse el centenario de la Guerra del Pacífico, encabezamos también una declaración de diez chilenos y diez peruanos proclamando nuestra voluntad de obrar para que nuestros dos países vivieran “siempre en paz y amistad”. Recordábamos en esa ocasión que los enemigos de Perú y Chile no eran nuestros vecinos, sino el subdesarrollo, y que la batalla contra el hambre, la ignorancia, la desocupación, la falta de democracia y libertad “solo podemos ganarla unidos, luchando solidariamente contra quienes pretenden enemistarnos y obstaculizar nuestro progreso”.
Cuando apareció aquel primer manifiesto Chile y Perú padecían dictaduras militares (presididas por el general Pinochet y el general Morales Bermúdez respectivamente) que censuraban la prensa, perseguían al disidente y cometían bárbaras violaciones contra los derechos humanos. Hoy, por fortuna, ambos países disfrutan de libertad y de legalidad, tienen gobiernos nacidos de elecciones libres que respetan el derecho de crítica y practican unas políticas de mercado, de respeto a la propiedad privada, a la libre competencia y de aliento a la inversión que han dado un gran impulso a su desarrollo económico. Aunque, desde luego, aún falta mucho por hacer y las desigualdades de ingresos y oportunidades siguen siendo muy grandes, la reducción de la pobreza, el crecimiento de las clases medias, el flujo de inversiones extranjeras, el control de la inflación y del gasto público, así como el fortalecimiento de las instituciones en ambas sociedades son notables, los más rápidos que registra su historia.
En este marco de progreso sostenido, los intercambios económicos entre Chile y Perú denotan también un dinamismo sin precedentes. Empresas chilenas operan en todo el Perú, han creado muchos miles de puestos de trabajo y, desde hace algunos años, varias compañías peruanas han empezado también a invertir y trabajar en Chile. El número de peruanos que, desde que comenzó el despegue económico chileno, emigraron al país vecino y han echado allí raíces se cuenta por decenas de millares.
Todo esto es bueno y beneficioso para ambos países, y debe ser alentado porque, además de contribuir al progreso material de Chile y Perú, irán desvaneciendo cada día más las susceptibilidades, resistencias, enconos y prejuicios que sectores nacionalistas tan exaltados como irresponsables se empeñan en mantener vivos y están atizando con motivo del diferendo limítrofe que se dirime en La Haya. Esas manifestaciones de patrioterismo barato con que ciertos órganos de prensa y grupos políticos extremistas tratan de sembrar la discordia entre ambos países no son desinteresadas. Su secreta intención es justificar el armamentismo, es decir, las vertiginosas inversiones que significa comprar en nuestros días esos juguetes mortíferos con que juegan los ejércitos, distrayendo recursos que deberían más bien volcarse en las áreas de salud, educación e infraestructura, indispensables para que el desarrollo económico no quede confinado en los niveles de altos y medios ingresos y llegue también donde más falta hace, los sectores desfavorecidos y marginales. Aunque es verdad que en los últimos años estos sectores se han encogido, siguen siendo todavía intolerablemente extensos. Y no hay desarrollo digno de ese nombre si una democracia no es capaz de crear, en el campo económico, igualdad de oportunidades para todos sus ciudadanos.
Esta es la razón de ser de nuestro “Llamado a la concordia”. Sea cual fuere el fallo de la Corte Internacional, debe servir para fijar definitivamente aquellas fronteras y cegar para siempre ese foco de periódicas discordias entre ambos países. Y, al mismo tiempo, mostrar al resto de América Latina la manera civilizada y pacífica en que se deben dirimir los conflictos limítrofes. Es preciso recordar, en este contexto, que las disputas de límites han sido, desde hace dos siglos, una de las fuentes más fecundas del subdesarrollo latinoamericano. Ellas han provocado guerras insensatas en las que siempre la mayoría de los cadáveres los ponían los más pobres y servido de pretexto para un armamentismo que, sin excepción alguna, permitió que espadones y políticos corruptos se llenaran los bolsillos con comisiones ilegales. Otra de sus consecuencias ha sido el elefantiásico crecimiento de las fuerzas militares y su protagonismo en la vida política, una de las razones por las que la cultura democrática ha sido hasta hace muy poco tiempo una planta exótica de tan difícil aclimatación en la mayor parte de los países latinoamericanos.
Pero, sin duda, la más nefasta herencia de estas rencillas en muchos casos artificialmente provocadas ha sido la implantación del nacionalismo, obtusa ideología que separa y enemista a los países. Ella es la explicación de que, aunque hablen la misma lengua, compartan una tradición, una historia y una problemática social, los países latinoamericanos no hayan sido capaces hasta ahora de unirse, como por ejemplo lo ha hecho Europa, en una gran confederación política, y ni siquiera de hacer funcionar de manera eficaz los tratados de libre comercio regionales que firman de tanto en tanto y que, todos, tarde o temprano, terminan empantanados o anulados por el espíritu de campanario con que se llevan a la práctica. Muchos de esos conflictos están sólo aletargados y todavía penden ahí, como siniestras amenazas que con cualquier pretexto pueden actualizarse y desencadenar guerras o golpes de Estado que desbaraten en días o semanas los logros económicos de muchos años.
Es verdad que, América Latina, con las excepciones de la dictadura cubana de los hermanos Castro –la más larga de su historia– y la semidictadura del comandante Chávez (que, si hay elecciones libres, podría terminar este octubre) ha ido dejando atrás el nefasto período de las dictaduras militares y optando por la democracia. Hoy, la inmensa mayoría de los países del continente tiene gobiernos civiles, elecciones, una prensa más o menos libre, y las instituciones comienzan a funcionar, pese a los altos índices de criminalidad, generalmente asociada al narcotráfico, a la corrupción y a las gigantescas diferencias de ingreso entre la cúpula y la base social. Pero, aun teniendo en cuenta estos factores negativos, hay un progreso inequívoco,  sobre todo en el campo económico, gracias a unas políticas pragmáticas y de apertura que han ido reemplazando a las catastróficas de antaño, cuando el nacionalismo económico propugnaba cerrar las fronteras, estatizar “industrias estratégicas” y practicar el desarrollo hacia adentro.
Sólo un puñadito de países, como Bolivia y Ecuador, se aferra aún a esos anacronismos, y así les va. Pero el resto está creciendo, y algunos países entre los que precisamente se encuentran Chile y Perú, a muy buen ritmo. Una prueba indiscutible de ello es lo poco que ha sufrido América Latina con la crisis financiera que sacude a Europa y a Estados Unidos. Ella todavía no afecta demasiado a una región que, hasta hace muy pocos años, contraía pulmonías cuando Estados Unidos y el resto del Occidente sólo se resfriaban.
Para que este progreso se perfeccione y acelere es indispensable que las viejas querellas de linderos que han mantenido distanciados o enemistados a los países latinoamericanos se eclipsen y estos imiten el buen ejemplo de Europa, acercándose cada vez más entre sí de manera que sus fronteras, gracias a los intercambios de toda índole que propician la cooperación y la amistad, se vayan eclipsando y permitiendo una unión duradera bajo el signo de la libertad.
Madrid, julio de 2012

Un Fuego de Artificio


15 de julio de 2012
Escribe Mario Vargas Llosa
En los años setenta, cuando yo vivía en Barcelona, Luis Goytisolo estaba empeñado en la heroica empresa de escribir Antagonía, la tetralogía novelesca a la que dedicó veinte años de su vida. Nos veíamos con frecuencia y hablábamos de muchas cosas pero, que yo recuerde, nunca me contó nada del libro en el que trabajaba en esos mismos años con tanto afán. Muchas veces me he preguntado por qué esa discreción y sólo ahora, que acabo de leer las 1112 páginas de la novela, en la reedición de Anagrama, entiendo por qué.
La razón es que no hay manera de resumir en pocas frases de qué trata este libro sin traicionarlo. Se ha dicho que relata el largo proceso en que su protagonista, Raúl Ferrer Gaminde, descubre su vocación de escritor y escribe su primera novela (el cuarto volumen de la tetralogía), en un período de tiempo que comienza en las postrimerías de la Guerra Civil y termina con el final de la dictadura franquista. Esta síntesis, aunque no es falsa, tampoco es cierta, porque la novela es muchas otras cosas que no caben para nada en esa escueta fórmula.
En verdad, Antagonía no cuenta una historia acabada, con principio y con fin, sino fragmentos dispersos y arbitrarios de muchas historias que no se integran anecdóticamente, pero a las que da coherencia y unidad la voz que narra, una voz compleja y plural, de larguísimas frases laberínticas y sometida a constantes mudas en las que, con frecuencia y sin ninguna prevención al lector, se traslada del narrador omnisciente e impersonal a un personaje, y luego a otro, y a otro, y súbitamente regresa al narrador, exigiendo al lector una vigilancia tenaz para no extraviarse en ese territorio lleno de imprevistos y sorpresas por el que discurre la novela. A estas mudanzas entre el narrador omnisciente y narradores personajes se superponen otras, que mueven el relato del mundo exterior –descripciones de paisajes y escenarios urbanos, diálogos y análisis sobre las conductas, reflexiones sobre política, literatura, sexo, textos clásicos, etcétera– a un mundo subjetivo y secreto, el de las intuiciones, las emociones y los pensamientos y a veces, incluso, el de los sueños, mitos y meras fantasías de los protagonistas.
Libro ambicioso y complejo, difícil de leer por la protoplasmática conformación de la materia narrativa, es también un experimento que intenta renovar el contenido y la forma de la novela tradicional, siguiendo el ejemplo de aquellos paradigmas que  revolucionaron el género de la novela o al menos lo intentaron –sobre todo Proust y Joyce, pero, también, James, Broch y Pavese–, sin renunciar a un cierto compromiso moral y cívico con una realidad histórica que, aunque muy diluida, está siempre presente, a veces en el proscenio y a veces como telón de fondo de la novela.
Para mí, las mejores páginas, las más logradas y conmovedoras del libro, son aquellas que describen la atmósfera claustral, castrada, asfixiante y enajenada de la dictadura, vivida desde la perspectiva de la clase media catalana, en la que crecen y van formándose Raúl Ferrer, sus amantes y sus amigos, sus actividades clandestinas en el Partido Comunista, su infecunda militancia, sus mítines universitarios, su paso por la cárcel, sus desencantos políticos, su lenta inmersión en el cinismo, el alcohol y el nihilismo, ese fracaso generacional que va volviéndolos a casi todos ellos mediocridades y caricaturas de lo que parecía que serían, de lo que hubieran querido ser. La manera como está representado este mundo en Antagonía es despiadada, y el desprecio del narrador incendia el lenguaje hasta impregnarlo por momentos  de una ferocidad irresistible.
En cambio, en las largas y a menudo delicadas descripciones del paisaje catalán, tanto rural como urbano, se filtra, se diría que a pesar del anti sentimentalismo cínico del que hace gala el narrador, un sentimiento tierno, profundo, contagioso, que desagravia al lector del pesimismo tenaz  que con frecuencia comunican otras páginas. Este contraste se hace particularmente visible en las escenas que transcurren en Cadaqués y otros lugares de la Costa Brava, en las que el lenguaje es tan preciso y precioso cuando se demora en describir los matices de la luz a la hora del crepúsculo, o las sombras de los árboles y arbustos en el bosque, o los movimientos del agua cuando sube y baja la marea, o el canto de los pájaros escondidos en lo alto del ramaje. Creo que no se ha dicho todavía de Antagonía la importancia que tiene en ella la política –no hay en España, me parece, una novela que haya descrito mejor el desguace cultural y moral que inflige a una sociedad una dictadura– y la bellísima recreación literaria de la tierra catalana, de su mundo natural, sus pueblos y aldeas, y de Barcelona con sus barrios, clases sociales, tradiciones, grandezas y miserias, que es también este libro, además de muchas otras cosas.
Por ejemplo, una serie de ensayos incrustados en el relato en los que, a veces el narrador, a veces un personaje, reflexiona sobre un abanico múltiple de temas, entre los que figuran, entre otros, Dante, la mitología griega, Moisés, Platón, el sexo, Sócrates, Goethe, el compromiso político, el matrimonio, el dogmatismo religioso e ideológico, el arte, la arquitectura, el urbanismo, y, principalmente, la técnica de la novela. A veces, estas páginas, donde la historia se inmoviliza o se eclipsa, tienen un interés intelectual, y a veces no y entonces resultan excesivas y sobrantes.
Pero no hay duda que el esfuerzo mayor de Luis Goytisolo al emprender la titánica tarea de escribir esta novela estuvo orientado a la creación de un lenguaje nuevo, de una manera de escribir que rompiera los moldes tradicionales del relato novelesco e inaugurara unos nuevos. Él mismo ha tenido la coquetería risueña de describir en la página 999 de Antagonía “la huella de Luis Goytisolo” en la novela: “esas largas series de períodos, por ejemplo, esas comparaciones que comienzan con un homérico así como, para acabar empalmando con un así, de modo semejante, no sin antes intercalar nuevas metáforas encabalgadas…”  Los críticos del libro hablan de la influencia proustiana en el estilo de la tetralogía, pero, a mi juicio, la semejanza con Proust tiene que ver sólo con la largura de la frase, su naturaleza serpentina, porque, a diferencia de lo que ocurre con el estilo en el autor de En busca del tiempo perdido, en el que las extendidas frases están siempre al servicio de la narración, en Luis Goytisolo ésta última parece a veces nada más que un pretexto para la arborescencia lingüística, esa frondosa retórica que se proyecta con voracidad, apartándose de la delgada línea argumental, sobre todas las manifestaciones de la vida, infiltrándose en ésta como un parásito que crece y crece hasta sustituirla, hasta crear una vida propia que ya no refleja  modelo alguno exterior a ella, sino a ella misma, una vida que es (nada más y nada menos) que puro lenguaje.
Tal vez la mejor descripción de la tetralogía aparezca en una de las reflexiones del narrador cuando éste (en la página 1040) imagina una obra literaria cuya estructura “semeja uno de esos castillos de fuegos artificiales en los que cada fase genera nuevas fases, cada vez más altas, cada vez más amplias. Pues bien: imaginemos una obra así, en la que, de cada una de sus partes surjan otra que a su vez generen otras y otras, en un despliegue más y más vasto”. Eso es, exactamente, Antagonía: un surtidor que se multiplica a sí mismo en tantos surtidores hasta dar la impresión de que en semejante arquitectura ha quedado atrapada la vida entera, en lo que tiene de infinito.
Cuando una obra es tan desmedidamente ambiciosa, se convierte en una tentativa imposible, es decir en una de esas novelas como el Finnegan’s Wake de Joyce, El hombre sin atributos, de Robert Musil, Paradiso, de Lezama Lima o la mucho menos conocida Umbral, del chileno Juan Emar, que estaban fatalmente condenadas a no alcanzar la meta que se habían fijado, porque, simplemente, aquella era una meta inalcanzable. Sin embargo sería injusto hablar de fracasos literarios, porque estos libros, que tendrán siempre pocos lectores, siempre tendrán lectores, y sobrevivirán a todos los avatares, desde esos márgenes que admiraba tanto Rimbaud (el de “les horribles travailleurs”) desde los cuales irán siempre recordando a las nuevas generaciones de lectores y escritores que el secreto corazón que mantiene viva a la literatura es siempre ir más allá, establecer nuevas fronteras para la creación, renovar y revolucionar lo que ya existe, a imagen y semejanza de esa vida que la inspira y que es, también, a su manera, una tentativa imposible.
Madrid, julio de 2012