domingo, 16 de febrero de 2014


Chiquitos y la Música

09 de febrero de 2014
Fuente La República
Escrito por Mario Vargas LLosa

Los primeros jesuitas que llegaron a este lejano rincón del Oriente boliviano vieron que las viviendas de los indígenas tenían puertas tan pequeñas que bautizaron a toda la comarca con el nombre de Chiquitos.
El padre José de Arce y el hermano Antonio de Rivas pisaron por primera vez estas selvas a fines de 1691. En vez de armas, traían instrumentos de música; sus experiencias en Perú y Paraguay les habían enseñado que el lenguaje de las flautas, los violines o las cítaras facilitaban la comunicación con los naturales del nuevo mundo. Pero aquellos primeros misioneros nunca pudieron imaginar la manera como los pueblos chiquitanos se apropiarían de aquellos instrumentos y de la música que acarreaban desde Europa, incorporándolos y adaptándolos a su propia cultura. Al extremo de que cuatro siglos después se puede decir que la Chiquitania (o Chiquitanía: se acentúa de las dos maneras) es una de las regiones más melómanas del mundo, donde la música barroca sigue tan viva y actual como en el siglo XVIII, matizada y coloreada de sabor local por unas comunidades cuya idiosincrasia concilia, de manera admirable, lo tradicional y lo moderno, lo artístico y lo práctico, el español y la lengua aborigen.
Esto ha sido para mí lo más sorprendente en este recorrido de pocos días por la vasta región que separa la ciudad de Santa Cruz de la frontera brasileña: descubrir que, aquí, a diferencia de otros lugares de América donde florecían importantes culturas aborígenes, los 76 años de evangelización –hasta 1767, cuando la expulsión de los jesuitas– habían dejado una huella muy profunda, que seguía fecundando de manera visible a aquellas comunidades a las que los antiguos misioneros ayudaron a integrarse, a defenderse de las incursiones de los “bandeirantes” paulistas que venían a cazar esclavos, y a modernizar y enriquecer, con aportes occidentales, sus costumbres, sus creencias, su arte y, sobre todo, su música.
A partir de 1972 comenzó la rehabilitación de los templos de Concepción, San Javier, San Ignacio, Santa Ana, Santiago y San José –son los que visité pero entiendo que hay otros– con sus preciosos retablos barrocos, sus gallardos campanarios, sus tallas, frescos y enormes columnas de madera, sus órganos y sus recargados púlpitos. La labor que llevaron a cabo el arquitecto suizo Hans Roth, quien dedicaría treinta años de su vida a esta tarea, y sus colaboradores, ha sido extraordinaria. Las iglesias, bellas, sencillas y elegantes no son museos, testimonios de un pasado escindido para siempre del presente, sino pruebas palpables de que, en Chiquitania, aquella antigua historia sigue vivificando el presente.
No sólo la música que venía de allende los ríos y los mares impregnó y pasó a ser parte indivisible de la cultura chiquitana; también el cristianismo llegó a constituir la esencia de una espiritualidad que en todos estos siglos se ha conservado y ha sido el aglutinante primordial de unas comunidades que manifiestan su fe volcándose masivamente a todos los oficios, con sus caciques, cabildos y “mamas” al frente, bailando, cantando (¡a veces en latín!) y cuidando los lugares y objetos de culto con celo infatigable. A diferencia de lo que ocurre en el resto de América Latina y el mundo, donde la religión parece ocupar cada vez menos la vida de la gente y el laicismo avanza incontenible, aquí sigue presidiendo la vida y es, como en la Europa medieval, el medio ambiente en el que los seres humanos nacen, viven y mueren. Pero sería injusto considerar que esto ha mantenido a los chiquitanos detenidos en el tiempo; la modernidad está también en estas aldeas, por doquier: en los colegios, en sus talleres, artesanías, las técnicas para trabajar la tierra, la radio, la televisión, los celulares e Internet. Y principalmente en la destreza con niños y jóvenes aprenden en las escuelas de música locales a tocar  el contrabajo, la guitarra o el violín, tan bien como la tambora y la flauta tradicionales.
En los años en que el arquitecto Hans Roth trabajó aquí fue encontrando más de cinco mil partituras de música barroca que, luego de la expulsión de los jesuitas, los chiquitanos preservaron en polvorientos arcones o cajas que languidecían entre las ruinas en que se convirtieron sus iglesias. Todo ese riquísimo acervo está ahora, clasificado, digitalizado y defendido con aire acondicionado en el Archivo de Concepción, donde, desde hace muchos años, un religioso polaco, el padre Piotr Nawrot, los estudia y publica en volúmenes cuidadosamente anotados que son, al mismo tiempo, una minuciosa relación de la manera como la música barroca arraigó en la cultura chiquitana.
Las melodías y composiciones que contenían aquellas partituras venidas del fondo de los siglos se escuchan ahora en todas las aldeas de la región, interpretadas por orquestas y coros de niños, jóvenes y adultos que las tocan y entonan con la misma desenvoltura con que bailan sus danzas ancestrales, añadiéndoles una convicción y una alegría emocionantes. Creyentes o agnósticos sienten un extraño e intenso cosquilleo en el cuerpo cuando, en las estrelladas y cálidas noches de la selva cruceña, donde todavía quedan jaguares, pumas, caimanes y serpientes, advierten que Vivaldi, Corelli, Bach, Chaikovsky, además de italianos, alemanes o rusos, también son chiquitanos, pues las grandes creaciones artísticas no tienen nacionalidad, pertenecen a quien la ama, las adopta y expresa a través de ellas sus sufrimientos, anhelos y alegrías. Varios de estos jóvenes han obtenido becas y estudian ahora en Buenos Aires, Madrid, París, Viena, Berlín.
Hay una abundante bibliografía sobre las misiones jesuíticas en Bolivia, donde, parece evidente, el esfuerzo misionero fue mucho más hondo y duradero que en el Paraguay o Brasil.  Para comprobarlo nada mejor que el libro de Mariano Baptista Gumucio, “Las misiones jesuíticas de Moxos y Chiquitos. Una utopía cristiana en el Oriente boliviano”.  Es un resumen bien documentado y mejor escrito de esta extraordinaria aventura: cómo, en un rincón de Sudamérica, el encuentro entre los europeos y habitantes prehispánicos, en vez de caracterizarse por la violencia y la crueldad, sirvió para atenuar las duras servidumbres de que estaba hecha allí la vida, para humanizarla y dotar a la cultura más débil de ideas, formas, técnicas, creencias, que la robustecieron a la vez que modernizaron.
Baptista Gumucio no es ingenuo y señala con claridad los aspectos discutibles e intolerables del régimen que los jesuitas impusieron en las reducciones donde la vida cotidiana transcurría dentro de un sistema rígido, en el que el indígena era tratado como menor de edad. Pero, señala, con mucha razón, que ese sistema, comparado con el que reinaba en los Andes, donde los indios morían como moscas en las minas, o en Brasil, donde los indígenas raptados por los “bandeirantes” eran vendidos como esclavos, era infinitamente menos injusto y al menos permitía la supervivencia de los individuos y de sus culturas. Una de las disposiciones más fecundas, en las misiones, fue la obligación impuesta a los misioneros de aprender las lenguas nativas para evangelizar en ellas a los aborígenes. De esta manera nació el chiquitano, pues, antes, las tribus de la zona hablaban dialectos diferentes y apenas podían comunicarse entre ellas.
Ningún país que, como muchos latinoamericanos, tiene en su seno culturas distintas, una moderna, poderosa y occidentalizada, y otra u otras más primitivas, ha sido capaz de establecer un modelo que permita a estas últimas desarrollarse y modernizarse sin perder los rasgos que la constituyen: sus costumbres, sus creencias, sus lenguas, sus mitos.
En todos los casos –los más flagrantes son los de Estados Unidos, Japón y la India– el desarrollo ha significado la absorción –y a veces la extinción– de la más débil por la más poderosa, la occidental. Desde luego que hay una injusticia terrible en estos procesos; pero ninguna sociedad ha sido capaz todavía de establecer un sistema en el que una cultura pequeña y antigua puede acceder a la modernidad sin renunciar a esa suma de factores materiales y espirituales que la definen y diferencian de las otras. En América Latina, donde el problema se vive dramáticamente por lo menos en media docena de países, tenemos la obligación de encontrar un modelo en el que aquel acto de justicia sea posible en términos prácticos. ¿Dónde buscar ejemplos que nos orienten? En las aldeas chiquitanas hay enseñanzas provechosas para quienes quieren ver y oír. Las mujeres y los hombres de esta tierra no han perdido eso que se llama la “identidad”, tienen vivo su idioma, sus danzas, sus atuendos; y sus costumbres y creencias han ido evolucionando de modo que pueden participar de las oportunidades de la vida moderna, sin dejar de ser lo que fueron, lo que siguen siendo en ese marco multicultural que son Bolivia y todos los pueblos andinos. Visitar la Chiquitania muestra a los visitantes que Beethoven y los taquiraris, o la silueta del jaguar y los arpegios de una cítara, pueden entenderse, coexistir y transubstanciarse.   Eso han hecho los chiquitanos y por eso hay que aplaudirlos e imitarlos.
Santa Cruz, enero de 2014

Liberales y Liberales

26 de enero de 2014
Fuente La República
Escribe Mario Vargas LLosa

Como los seres humanos, las palabras cambian de contenido según el tiempo y el lugar. Seguir sus transformaciones es instructivo, aunque, a veces, como ocurre con el vocablo “liberal”, semejante averiguación puede extraviarnos en un laberinto de dudas.
En el Quijote y la literatura de su época la palabra aparece varias veces. ¿Qué quiere decir allí? Hombre de espíritu abierto, bien educado, tolerante, comunicativo; en suma, una persona con la que se puede simpatizar. En ella no hay connotaciones políticas ni religiosas, sólo éticas y cívicas en el sentido más ancho de ambas palabras.
A fines del siglo XVIII este vocablo cambia de naturaleza y adquiere matices que tienen que ver con las ideas sobre la libertad y el mercado de los pensadores británicos y franceses de la Ilustración (Stuart Mill, Locke, Hume, Adam Smith, Voltaire). Los liberales combaten la esclavitud y el intervencionismo del Estado, defienden la propiedad privada, el comercio libre, la competencia, el individualismo y se declaran enemigos de los dogmas y el absolutismo.
En el siglo XIX un liberal es sobre todo un librepensador: defiende el Estado laico, quiere separar la Iglesia del Estado, emancipar a la sociedad del oscurantismo religioso.  Sus diferencias con los conservadores y los regímenes autoritarios generan a menudo guerras civiles y revoluciones. El liberal de entonces es lo que hoy llamaríamos un progresista, defensor de los derechos humanos (desde la Revolución Francesa se les conocía como los Derechos del Hombre) y la democracia.
Con la aparición del marxismo y la difusión de las ideas socialistas, el liberalismo va siendo desplazado de la vanguardia a una retaguardia, por defender un sistema económico y político –el capitalismo– que el socialismo y el comunismo quieren abolir en nombre de una justicia social que identifican con el colectivismo y el estatismo. (No en todas partes ocurre esta transformación de la palabra liberal. En los Estados Unidos un liberal es todavía un radical, un social demócrata o un socialista a secas).  La conversión de la vertiente comunista del socialismo al autoritarismo empuja al socialismo democrático al centro político y lo acerca –sin juntarlo– al liberalismo.
En nuestros días liberal y liberalismo quieren decir, según las culturas y los países, cosas distintas y a veces contradictorias. El partido del tiranuelo nicaragüense Somoza se llamaba liberal y así se denomina, en Austria, un partido neofascista. La confusión es tan extrema que regímenes dictatoriales como los de Pinochet en Chile y de Fujimori en el Perú son llamados a veces ”liberales” o “neoliberales” porque privatizaron algunas empresas y abrieron mercados.
De esta desnaturalización de lo que es la doctrina liberal no son del todo inocentes algunos liberales convencidos de que el liberalismo es una doctrina esencialmente económica, que gira en torno del mercado como una panacea mágica para la resolución de todos los problemas sociales. Esos logaritmos vivientes llegan a formas extremas de dogmatismo y están dispuestos a hacer tales concesiones en el campo político a la extrema derecha y al neofascismo que han contribuido a desprestigiar las ideas liberales y a que se las vea como una máscara de la reacción y la explotación.
Dicho esto, es verdad que algunos gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido, llevaron a cabo reformas económicas y sociales de inequívoca raíz liberal, impulsando la cultura de la libertad de manera extraordinaria, aunque en otros campos la hicieran retroceder. Lo mismo podría decirse de algunos gobiernos socialistas, como el de Felipe González en España o el de José Mujica en Uruguay, que, en la esfera de los derechos humanos, han hecho progresar a sus países reduciendo injusticias inveteradas y creando oportunidades para los ciudadanos de menores ingresos.
Una de las características del liberalismo en nuestros días es que se le encuentra en los lugares menos pensados y a veces brilla por su ausencia donde ciertos ingenuos creen que está. A las personas y partidos hay que juzgarlos no por lo que dicen y predican sino por lo que hacen. En el debate que hay en estos días en el Perú sobre la concentración de los medios de prensa, algunos valedores de la adquisición por el grupo El Comercio de la mayoría de las acciones de Epensa, que le confiere casi el 80% del mercado de la prensa, son periodistas que callaron o aplaudieron cuando la dictadura de Fujimori y Montesinos cometía sus crímenes más abominables y manipulaba toda la información, comprando a dueños y redactores de diarios o intimidándolos. ¿Cómo tomaríamos en serio a esos novísimos catecúmenos de la libertad?
Un filósofo y economista liberal de la llamada escuela austríaca, Ludwig von Mises, se oponía a que hubiera partidos políticos liberales, porque, a su juicio, el liberalismo debía ser una cultura que irrigara a un arco muy amplio de formaciones y movimientos que, aunque tuvieran importantes discrepancias, compartieran un denominador común sobre ciertos principios liberales básicos.
Algo de eso ocurre desde hace buen tiempo en las democracias más avanzadas, donde, con diferencias más de matiz que de esencia, entre democristianos y social demócratas y socialistas, liberales y conservadores, republicanos y demócratas, hay unos consensos que dan estabilidad a las instituciones y continuidad a las políticas sociales y económicas, un sistema que sólo se ve amenazado por sus extremos, el neofascismo de Le Front National en Francia, por ejemplo, o La Liga Lombarda en Italia, y grupos y grupúsculos ultra comunistas y anarquistas.
En América Latina este proceso se da de manera más pausada y con más riesgo de retroceso que en otras partes del mundo, por lo débil que es todavía la cultura democrática, que sólo tiene tradición en países como Chile, Uruguay y Costa Rica, en tanto que en los demás es más bien precaria. Pero ha comenzado a suceder y la mejor prueba de ello es que las dictaduras militares prácticamente se han extinguido y de los movimientos armados revolucionarios sobrevive a duras penas las FARC colombianas, con un apoyo popular decreciente. Es verdad que hay gobiernos populistas y demagógicos, aparte del anacronismo que es Cuba, pero Venezuela, por ejemplo, que aspiraba a ser el gran fermento del socialismo revolucionario latinoamericano, vive una crisis económica, política y social tan profunda, con el desplome de su moneda, la carestía demencial –todo falta, la comida, el agua, hasta el papel higiénico– y las iniquidades de la delincuencia, que difícilmente podría ser ahora el modelo continental en que quería convertirla el comandante Chávez.
Hay ciertas ideas básicas que definen a un liberal. Que la libertad, valor supremo, es una e indivisible y que ella debe operar en todos los campos para garantizar el verdadero progreso. La libertad política, económica, social, cultural, son una sola y todas ellas hacen avanzar la justicia, la riqueza, los derechos humanos, las oportunidades y la coexistencia pacífica en una sociedad. Si en uno solo de esos campos la libertad se eclipsa, en todos los otros se encuentra amenazada. Los liberales creen que el Estado pequeño es más eficiente que el que crece demasiado, y que, cuando esto último ocurre, no sólo la economía se resiente, también el conjunto de las libertades públicas. Creen asimismo que la función del Estado no es producir riqueza, sino que esta función la lleva a cabo mejor la sociedad civil, en un régimen de mercado libre, en que se prohíben los privilegios y se respeta la propiedad privada. La seguridad, el orden público, la legalidad, la educación y la salud competen al Estado, desde luego, pero no de manera monopólica sino en estrecha colaboración con la sociedad civil.
Estas y otras convicciones generales de un liberal tienen, a la hora de su aplicación, fórmulas y matices muy diversos relacionados con el nivel de desarrollo de una sociedad, de su cultura y sus tradiciones. No hay fórmulas rígidas y recetas únicas para ponerlas en práctica. Forzar reformas liberales de manera abrupta, sin consenso, puede provocar frustración, desórdenes y crisis políticas que pongan en peligro el sistema democrático. Este es tan esencial al pensamiento liberal como el de la libertad económica y el respeto a los derechos humanos. Por eso, la difícil tolerancia –para quienes, como nosotros, españoles y latinoamericanos, tenemos una tradición dogmática e intransigente tan fuerte– debería ser la virtud más apreciada entre los liberales. Tolerancia quiere decir, simplemente, aceptar la posibilidad del error en las convicciones propias y de verdad en las ajenas.
Es natural, por eso, que haya entre los liberales discrepancias, y a veces muy serias, sobre temas como el aborto, los matrimonios gay, la descriminalización de las drogas y otros. Sobre ninguno de estos temas existe una verdad revelada liberal, porque para los liberales no hay verdades reveladas. La verdad es, como estableció Karl Popper, siempre provisional, sólo válida mientras no surja otra que la califique o refute. Los congresos y encuentros liberales suelen ser, a menudo, parecidos a los de los trotskistas (cuando el trotskismo existía): batallas intelectuales en defensa de ideas contrapuestas. Algunos ven en ello un rasgo de inoperancia e irrealismo. Yo creo que esas controversias entre lo que Isaías Berlin llamaba “las verdades contradictorias” han hecho que el liberalismo siga siendo la doctrina que más ha contribuido a mejorar la coexistencia social, haciendo avanzar la libertad humana.
Lima, enero de 2014

¿ Un Castillo de Naipes ?

12 de enero de 2014
Fuente La República
Escribe Mario Vargas LLosa

Cuando, en julio de 1974, la dictadura del general Juan Velasco Alvarado estatizó todos los diarios y canales de televisión en el Perú, explicó que hasta entonces en el país sólo había habido libertad de empresa y que a partir de ahora, al pasar los medios de comunicación de sociedades capitalistas al “pueblo organizado”, comenzaría a existir la verdadera libertad de prensa. La realidad fue distinta. Los diarios, radios y canales expropiados se dedicaron a ensalzar todas las iniciativas del régimen, a difamar y silenciar a sus críticos y, además de desaparecer toda libertad de información, el periodismo peruano alcanzó aquellos años unos extraordinarios niveles de mediocridad y envilecimiento. Por eso, cuando, seis años después, al ser elegido Presidente, Fernando Belaunde Terry devolvió los diarios y demás medios estatizados a sus dueños, una gran  mayoría de peruanos celebró la medida.
Creo que a partir de entonces buena parte de la opinión pública en el país aceptó  –algunos con alborozo y otros a regañadientes– que la libertad de prensa era inseparable de la libertad de empresa y de la propiedad privada, pues, cuando estas desaparecían, con ellas se esfumaba la información independiente así como toda posibilidad de criticar al poder. Por eso, la dictadura de Fujimori y Montesinos utilizó una manera menos burda que la estatización para asegurarse una prensa adicta: la intimidación o repartir bolsas de dólares entre periodistas y dueños de medios de comunicación.
Ahora bien, que haya una economía de mercado y se respete la propiedad privada no bastan, por sí solas, para garantizar la libertad de prensa en un país. Esta se ve amenazada, también, si un grupo económico pasa a controlar de manera significativamente mayoritaria los medios de comunicación escritos o audiovisuales. Es lo que acaba de ocurrir en el Perú con la compra, por el grupo El Comercio, de los diarios de Epensa, operación que le asegura el control de poco menos que el 80% de la prensa escrita en el país. (El Comercio posee también un canal de cable y el más importante canal de televisión de señal abierta del Perú).  Esto ha generado un intenso debate sobre la libertad de información y de crítica, algo, me parece, sumamente útil porque el tema desborda el ámbito nacional y afecta a buena parte de los países latinoamericanos.
Ocho periodistas han presentado una acción de amparo al Poder Judicial pidiendo que anule aquella compra, pues, alegan, transgrede el principio constitucional prohibiendo que los medios sean “objeto de exclusividad, monopolio ni acaparamiento”. Por su parte, El Comercio sostiene que el modelo de compra que ha efectuado con los diarios de Epensa sólo concierne a su impresión y distribución, y preserva su línea editorial. Sin embargo, según precisó Enrique Zileri Gibson, uno de aquellos ocho periodistas, ni uno solo de los diarios de El Comercio y de Epensa informó que el Poder Judicial había dado trámite a la acción de amparo en contra de la fusión. ¿Esta unanimidad en el silenciamiento era puramente casual?
Ningún país democrático admite que un órgano de prensa acapare porcentajes  elevados del mercado de la información, porque, si lo admitiera, la libertad de prensa y el derecho de crítica se verían tan radicalmente amenazados como cuando el poder político se apropia de los medios para “liberarlos de la explotación capitalista”. La pregunta clave es: ¿cuál es la mejor manera de impedir el monopolio, privado o estatal, de la información? ¿Una ley de medios, discutida y aprobada en el Parlamento? Es lo que ha anunciado que presentará el congresista Manuel Dammert, proyecto que contaría con el apoyo de dos de los partidos que sostienen al Gobierno del Presidente Humala.
Este sería, en mi opinión, un remedio peor que la enfermedad. En vez de garantizar la diversificación informativa, pondría en manos del poder político un arma que le permitiría recortar la libertad de prensa y hasta abolirla. Es verdad que en varias democracias avanzadas hay leyes específicas contra el monopolio y organismos de Estado que verifican su cumplimiento, como la española Comisión Nacional de la Competencia. Son organismos de Estado, no de Gobierno. Esta distinción sólo es real en las sociedades desarrolladas. En el mundo del subdesarrollo la diferencia entre Estado y Gobierno es retórica, pues, en la práctica éste último coloniza el Estado y lo pone  a su servicio. Por eso, todas las leyes de medios que se han dado en los últimos años en América Latina, en Venezuela, en Argentina, en Bolivia, en Ecuador, han servido a gobiernos populistas o autoritarios para recortar drásticamente la libertad de información y de opinión y hacer pender, como una Espada de Damocles, la amenaza del cierre, la censura o la expropiación, a los órganos de prensa indóciles y críticos de su gestión.
¿Cuál es, entonces, la salida? ¿Aceptar, como mal menor, que un órgano de prensa controle más de tres cuartas partes de la información y creer los sofismas de los valedores de El Comercio sosteniendo que la fusión carece de connotaciones políticas y resulta únicamente de la eficacia y talento con que han sabido vender su “producto” en el mercado informativo?
Para semejante razonamiento, no hay diferencia entre un órgano de prensa y “productos” como las cacerolas o los jugos de fruta. La realidad es que cuando una cacerola derrota a sus competidores y se queda dueña del mercado lo peor que puede pasar es que el precio de las cacerolas suba o que “el producto” empiece a deteriorarse, porque el monopolio suele producir ineficiencia y corrupción. En cambio, cuando un órgano de prensa anula a los competidores y se convierte en amo y señor de la información, ésta pasa a ser un monólogo tan cacofónico como el de una prensa estatizada y con ella no sólo la libertad de información y de crítica se deterioran, también la libertad a secas se halla en peligro de eclipsarse.
La manera más sensata de conjurar este peligro es, creo, la que han elegido los ocho valientes periodistas que se han enfrentado al gigante: recurrir al Poder Judicial a fin de que determine si la fusión transgrede el principio constitucional contra el monopolio y el acaparamiento, como creemos muchos demócratas peruanos, o es lícita. Este proceso, con las inevitables apelaciones, puede llegar hasta las más altas instancias judiciales, desde luego, e, incluso al Tribunal Constitucional o a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, de San José. A mí me gustaría que llegara hasta allí, porque esta es una institución verdaderamente independiente y capaz, de modo que su fallo tiene más posibilidades de obtener el asentimiento de la opinión pública peruana.
Nada semejante ocurriría si llega a prosperar la iniciativa –inoportuna y profundamente perjudicial para un Gobierno que, hasta ahora, ha respetado las instituciones democráticas– del congresista Manuel Dammert. Por desgracia, el Congreso tiene muy poca autoridad moral e intelectual en el país –en todas las encuestas es una de las instituciones peor valoradas– y no hay posibilidad de que este debate fundamental sobre la libertad de prensa se lleve a cabo allí de la manera serena y alturada que requiere un asunto esencialmente vinculado a la supervivencia de la democracia.
Una ley de prensa sólo es aceptable si ella nace del consenso de todas las fuerzas democráticas de un país, como ocurre en Estados Unidos, el Reino Unido, España o Francia, algo que, en las actuales circunstancias, en el Perú, donde la vida política está fracturada y enconada hasta extremos absurdos –precisamente en el momento en que su economía marcha mejor, la democracia funciona, crece la clase media, progresa la lucha contra la pobreza y la imagen exterior del país es muy positiva–, jamás se produciría y la fractura y el encono aumentarían en un debate donde los argumentos legales y principistas serían arrasados en la incandescencia del debate político.
Pero, aún si se produjera aquel consenso, yo creo que una ley de medios es innecesaria cuando existe un dispositivo constitucional tan claro respecto a la necesidad de mantener el carácter plural y diverso de la prensa, a fin de que los distintos puntos de vista encuentren cómo expresarse. Es mejor que cuando se susciten casos como el que nos ocupa, se recurra al Poder Judicial, de manera específica, en busca de una solución concreta al asunto materia de controversia. Es un procedimiento más lento, sin duda, pero con menos riesgos en lo que concierne al objetivo primordial: preservar una libertad de opinión y de crítica sin la cual la democracia se desmorona como un castillo de naipes.
Lima, enero de 2014

El Ejemplo Uruguayo

29 de diciembre de 2013
Fuente La República
Escribe Mario Vargas llosa

Ha hecho bien “The Economist” en declarar a Uruguay el país del año y en calificar de admirables las dos reformas liberales más radicales tomadas en 2013 por el Gobierno del presidente José Mujica: el matrimonio gay y la legalización y regulación de la producción, la venta y el consumo de la marihuana.
Es extraordinario que ambas medidas, inspiradas en la cultura de la libertad, hayan sido adoptadas por el Gobierno de un movimiento que en su origen no creía en la democracia sino en la revolución marxista leninista y el modelo cubano de autoritarismo vertical y de partido único. Desde que subió al poder, el presidente José Mujica, que en su juventud fue guerrillero tupamaru,  asaltó bancos y pasó muchos años en la cárcel, donde fue torturado durante la dictadura militar, ha respetado escrupulosamente las instituciones democráticas –la libertad de prensa, la independencia de poderes, la coexistencia de partidos políticos y las elecciones libres– así como la economía de mercado, la propiedad privada y alentado la inversión extranjera. Esta política del anciano y simpático estadista que habla con una sinceridad insólita en un gobernante aunque ello le signifique meter la pata de cuando en cuando, vive muy modestamente en su pequeña chacra de las afueras de Montevideo y viaja siempre en segunda clase en sus viajes oficiales, ha dado a Uruguay una imagen de país estable, moderno, libre y seguro, lo que le ha permitido crecer  económicamente y avanzar en la justicia social al mismo tiempo que extendía los beneficios de la libertad en todos los campos, venciendo las presiones de una minoría recalcitrante de la alianza.
Hay que recordar que Uruguay, a diferencia de la mayor parte de los países latinoamericanos, tiene una antigua y sólida tradición democrática, al extremo de que, cuando yo era niño, se llamaba al país oriental “la Suiza de América” por la fuerza de su sociedad civil, el arraigo de la legalidad y unas fuerzas armadas respetuosas de los gobiernos constitucionales. Además, sobre todo después de las reformas del “batllismo”, que reforzaron el laicismo y desarrollaron una poderosa clase media, la sociedad uruguaya tenía una educación de primer nivel, una muy rica vida cultural y un civismo equilibrado y armonioso que era la envidia de todo el continente.
Yo recuerdo la impresión que significó para mí conocer Uruguay hacia mediados de los años sesenta. No parecía uno de los nuestros ese país donde las diferencias económicas y sociales eran mucho menos descarnadas y extremas que en el resto de América Latina y en el que la calidad de la prensa escrita y radial, sus teatros, sus librerías, el alto nivel del debate político, su vida universitaria, sus artistas y escritores –sobre todo, el puñado de críticos y la influencia que ejercían en los gustos del gran público– y la irrestricta libertad que se respiraba por doquier lo acercaban mucho más a los más avanzados países europeos que a sus vecinos. Allí descubrí el semanario “Marcha”, una de las mejores revistas que he conocido, y que se convirtió para mí desde entonces en una lectura obligatoria para estar al tanto de lo que ocurría en toda América Latina.
Sin embargo, ya en aquel tiempo había comenzado a deteriorarse esa sociedad que daba al forastero la impresión de estar alejándose cada vez más del tercer mundo y acercándose cada vez más al primero. Porque, pese a todo lo bueno que allí ocurría, muchos jóvenes, y algunos no tan jóvenes, sucumbían a la fascinación de la utopía revolucionaria e iniciaban, según el modelo cubano, las acciones violentas que destruirían aquella “democracia burguesa” para reemplazarla no por el paraíso socialista sino por una dictadura militar de derecha que llenó las cárceles de presos políticos, practicó la tortura y obligó a exiliarse a muchos miles de uruguayos. El drenaje de talento y de sus mejores profesionales, artistas e intelectuales que padeció el Uruguay en aquellos años fue proporcionalmente uno de los más críticos que haya vivido en la historia un país latinoamericano. Sin embargo, la tradición democrática y la cultura de la legalidad y la libertad no se eclipsó del todo en aquellos años de terror y, al caer la dictadura y restablecerse la vida democrática, florecería de nuevo, con más vigor y, se diría, con una experiencia acumulada que sin duda ha educado tanto a la derecha como a la izquierda, vacunándolas contra las ilusiones violentistas del pasado.
De otro modo no hubiera sido posible que la izquierda radical que con el Frente Amplio y los tupamaros llegara al poder, diera muestras, desde el primer momento, de un pragmatismo y espíritu realista que ha permitido la convivencia en la diversidad y profundizado la democracia uruguaya en lugar de pervertirla. Ese perfil democrático y liberal explica la valentía con que el Gobierno del presidente José Mujica ha autorizado el matrimonio entre parejas del mismo sexo y convertido a Uruguay en el primer país del mundo en cambiar radicalmente su política frente al problema de la droga, crucial en todas partes, pero de una agudeza especial en América Latina. Ambas son reformas muy profundas y de largo alcance que, en palabras de “The Economist”, “pueden beneficiar al mundo entero”.
El matrimonio entre personas del mismo sexo, ya autorizado en varios países del mundo, tiende a combatir un prejuicio estúpido y a reparar una injusticia por la que millones de personas han padecido (y siguen padeciendo en la actualidad), injusticias y discriminación sistemática, desde la hoguera inquisitorial hasta la cárcel, el acoso, marginación social y atropellos de todo orden. Inspirada en la absurda creencia de que hay solo una identidad sexual “normal” –la heterosexual– y que quien se aparta de ella es un enfermo o un delincuente, homosexuales y lesbianas se enfrentan todavía a prohibiciones, abusos e intolerancias que les impiden tener una vida libre y abierta, aunque, felizmente, en este campo, por lo menos en Occidente, se han ido desmoronando los prejuicios y tabúes homofóbicos y reemplazándolos la convicción racional de que la opción sexual debe ser tan libre y diversa como la religiosa o la política, y que las parejas homosexuales son tan “normales” como las heterosexuales. (En un acto de pura barbarie, el Parlamento de Uganda acaba de aprobar una ley estableciendo la cadena perpetua para todos los homosexuales).
Respecto a las drogas prevalece todavía en el mundo la idea de que la represión es la mejor manera de enfrentar el problema, pese a que la experiencia ha demostrado hasta el cansancio que no obstante la enormidad de recursos y esfuerzos que se han invertido en reprimirlas, su fabricación y consumo siguen aumentando por doquier, engordando a las mafias y la criminalidad asociada al narcotráfico. Este es en nuestros días el principal factor de la corrupción que amenaza a las nuevas y a las antiguas democracias y va cubriendo las ciudades de América Latina de pistoleros y cadáveres.
¿Será exitoso el audaz experimento uruguayo de legalizar la producción y el consumo de la marihuana? Lo sería mucho más sin ninguna duda si la medida no quedara confinada en un solo país (y no fuera tan estatista) sino comprendiera un acuerdo internacional del que participaran tanto los países productores como consumidores. Pero, aun así, la medida va a golpear a los traficantes y por lo tanto a la delincuencia derivada del consumo ilegal y demostrará a la larga que la legalización no aumenta notoriamente el consumo sino en un primer momento, aunque luego, desaparecido el tabú que suele prestigiar a la droga ante los jóvenes, tienda a reducirlo. Lo importante es que la legalización vaya acompañada de campañas educativas –como las que combaten el tabaco o explican los efectos dañinos del alcohol– y de rehabilitación, de modo que quienes fuman marihuana lo hagan con perfecta conciencia de lo que hacen, al igual que ocurre hoy día con quienes fuman tabaco o beben alcohol.
La libertad tiene sus riesgos y quienes creen en ella deben estar dispuestos a correrlos en todos los dominios, no sólo en el cultural, el religioso y el político. Así lo ha entendido el Gobierno uruguayo y hay que aplaudirlo por ello. Ojalá otros aprendan la lección y sigan su ejemplo.
Lima, 25 de diciembre de 2013

El Mapa de la Tristeza

15 de diciembre de 2013
Fuente La República
Escribe Mario Vargas LLosa

El libro póstumo recién publicado de Guillermo Cabrera Infante se titula Mapa dibujado por un espía pero debería llamarse más bien “El mapa de la tristeza” por el sentimiento de soledad, amargura, indefensión e incertidumbre que lo impregna de principio a fin. Cuenta los cuatro meses y medio que pasó en La Habana, en el año 1965, adonde había viajado desde Bruselas –era allí agregado cultural de Cuba- por la muerte de su madre. Pensaba regresar a Bélgica a los pocos días, pero, cuando estaba a punto de embarcarse para el retorno a su puesto diplomático junto con sus dos pequeñas hijas, Anita y Carola, recibió en el aeropuerto de Rancho Boyeros una llamada oficial, indicándole que debía suspender su viaje pues el ministro de Relaciones Exteriores, Raúl Roa, tenía urgencia de hablar con él. Regresó a la Habana de inmediato, sorprendido e inquieto. ¿Qué había ocurrido? Nunca llegaría a saberlo.
El libro narra, a vuela pluma y a veces con frenesí y desorden, los cuatro meses siguientes, en que Cabrera Infante vuelve muchas veces al ministerio, sin que ni el ministro ni alguno de los jefes lo reciba, descubriendo de este modo que ha caído en desgracia, pero sin enterarse nunca cómo ni por qué. Sin embargo, al día siguiente de llegar, Raúl Roa lo había felicitado por su gestión como diplomático y anunciado que probablemente volvería a Bruselas ascendido como ministro consejero de la embajada. ¿Qué o quién había intervenido para que su suerte cambiara de la noche a la mañana? Por lo demás, le seguían pagando su sueldo y hasta le renovaron la tarjeta que permitía hacer compras en las tiendas para diplomáticos, mejor provistas que las bodegas  cada vez más misérrimas a las que acudía la gente común. ¿Lo consideraba el gobierno un enemigo de la Revolución?
La verdad es que no lo era todavía. Había tenido un conflicto con el régimen en 1961, cuando éste clausuró Lunes de Revolución, revista cultural que Cabrera Infante dirigió durante los dos años y medio de su prestigiosa existencia, pero en los tres años de su alejamiento diplomático en Bélgica había sido, según confesión propia, un funcionario leal y eficiente de la Revolución. Aunque algo desencantado por el rumbo que tomaban las cosas, da la impresión que hasta su regreso a La Habana de 1965 Cabrera Infante todavía pensaba que Cuba enmendaría el rumbo y retomaría el carácter abierto y tolerante del principio. En estos cuatro meses aquella esperanza se desvaneció y fue allí, mientras, confuso y temeroso por su kafkiana situación de incertidumbre total sobre su futuro, deambulaba por sus amadas calles habaneras, veía la ruina que se apoderaba de casas y edificios, las enormes dificultades que el empobrecimiento generalizado imponía a los vecinos, el aislamiento casi absoluto en que se había confinado el poder, su verticalismo y la severidad de la represión contra reales o falsos disidentes, y la inseguridad y el miedo en que vivía el puñado de amigos que todavía lo frecuentaban –escritores, pintores y músicos casi todos ellos– cuando perdió las últimas ilusiones y decidió que, si salía de la isla, se exiliaría para siempre.
No lo dijo a nadie, por supuesto. Ni a sus más íntimos amigos, como Carlos Franqui o Walterio Carbonell, revolucionarios que también habían sido alejados del poder y convertidos en ciudadanos fantasmas, por razones que ignoraban y que los tenían, como a él, viviendo en una angustiosa y frustrante inutilidad, sin saber lo que ocurría a su alrededor. Las páginas que describen el vacío cotidiano de ese grupo, que trataba de atenuar con chismografías y fantasías delirantes, entre tragos de ron, son estremecedoras. El libro no contiene análisis políticos ni críticas razonadas al gobierno revolucionario; por el contrario, cada vez que asoma el tema político en las reuniones de amigos, el protagonista enmudece y procura alejarse de la conversación, convencido de que, en el grupo, hay algún espía o de que, de un modo u otro, lo que allí se diga llegará a los oídos del Ministerio del Interior. Hay algo de paranoia, sin duda, en este estado de perpetua desconfianza, pero tal vez ella sea la prueba a la que el poder quiere someterlos para medir su lealtad o su deslealtad a la causa. No es de extrañar que, en estos cuatro meses, comenzara para Cabrera Infante aquel vía crucis psicológico que, con el tiempo, iría desbaratando su vida y su salud pese a los admirables esfuerzos de Miriam Gómez, su esposa, para infundirle ánimos, coraje y ayudarlo a escribir hasta el final.
La publicación de este libro es otra manifestación del heroísmo y la grandeza moral de Miriam Gómez. Porque en él Guillermo cuenta, con una sinceridad cruda y a veces brutal, cómo combatió el desaliento y la neurosis de aquellos cuatro meses seduciendo a mujeres, acostándose a diestra y siniestra, y hasta enamorándose de una de esas conquistas, Silvia, que pasó a ser por un tiempo públicamente su pareja. Este y los otros fueron amores tristes, desesperados, como lo es la amistad y la literatura y todo lo que Cabrera Infante hace y dice en estos cuatros meses, porque a lo que de veras vive entregado en su fuero más íntimo es a su voluntad de escapar, de cortar para siempre con un país para el que no ve, en un futuro próximo, esperanza alguna.
No fue una decisión fácil. Porque él amaba profundamente Cuba, y, en especial La Habana, todo lo que había en ella, principalmente la noche, los bares y los cabarets y las bailarinas y sus cantantes, y la música, el clima cálido, las avenidas y los parques -¡y sus cines¡- por los que pasea incansablemente, recordando los episodios y las gentes asociados a esos lugares, como para que su memoria tomara debida cuenta de ellos en todos sus detalles, sabiendo que no volvería a verlos, y poder recordarlos más tarde con precisión en sus ensayos y ficciones. En efecto, es lo que hizo. Cuando por fin, luego de esos cuatro meses, gracias a Carlos Rafael Rodríguez, líder comunista con el que el padre de Cabrera Infante había trabajado en el partido muchos años, Guillermo consiguió salir de Cuba con sus dos hijas, rumbo a España y al exilio, se llevó con él su país y le fue fiel en todo lo que escribió. Pero nunca se resignó a vivir lejos de Cuba, ni siquiera en los momentos en que obtuvo los mayores reconocimientos literarios y vio cómo la difusión y el prestigio de su obra lo compensaban de la feroz campaña de denigración y calumnias de que fue víctima durante tantos años. Aunque decía que no, yo creo que nunca perdió la esperanza de que las cosas fueran cambiando allá en la isla y de que, algún día, podría volver físicamente a esa tierra de la que nunca había logrado desprenderse. Probablemente sus males se agravaron cuando, en un momento dado, tuvo que reconocer que no, que era definitivo, que nunca volvería y moriría en el exilio.
Me ha impresionado mucho este libro, no sólo por el gran afecto que sentí siempre por Cabrera Infante, sino por lo que me ha revelado sobre él, sobre La Habana y sobre esa época de la Revolución Cubana. Conocí a Guillermo cuando era todavía diplomático en Bélgica y se guardaba muy bien de hacer críticas a la Revolución, si es que entonces las tenía. En la época que él describe yo estuve en Cuba y ni vi ni imaginé lo que él y los demás personajes de este libro vivían, aunque estuve con varios de ellos muchas veces, conversando sobre la Revolución, y convencido que todos estaban contentos y entusiasmados con el rumbo que aquella tomaba, sin sospechar siquiera que algunos, o acaso todos, disimulaban, representaban, y, debajo de su entusiasmo, había simplemente miedo. Antoni Munné, que, al igual que los dos libros póstumos anteriores, ha preparado esta edición con desvelo, ha puesto al final una Guía de Nombres, que da cuenta de lo ocurrido luego con los personajes que Cabrera Infante compartió estos cuatro meses; es una información muy instructiva para saber quiénes cayeron efectivamente en desgracia y sufrieron aislamiento y cárcel, o se reintegraron al régimen, o se exiliaron o suicidaron.
Ha hecho bien Antoni Munné en dejar el texto tal como fue escrito, sin corregir sus faltas, algo que sin duda Cabrera Infante se propuso hacer alguna vez y no le alcanzó el tiempo, o, simplemente, no tuvo el ánimo suficiente para volver a enfrascarse en semejante pesadilla. Así como está, un borrador escrito con total espontaneidad, sin el menor adorno, en un lenguaje directo, de crónica periodística, conmueve mucho más que si hubiera sido revisado, embellecido, transformado en literatura. No lo es. Es un testimonio descarnado y atroz, sobre lo que significa también una Revolución, cuando la euforia y la alegría del triunfo cesan, y se convierte en poder supremo, ese Saturno que tarde o temprano devora a sus hijos, empezando por los que tiene más cerca, que suelen ser los mejores.
Lima, diciembre de 2013

Isaac e Isaías

01 de diciembre de 2013
Fuente La Republica
Escribe Mario Vargas LLosa

En un libro que acaba de aparecer, Isaac & Isaiah (The Cover Punishment of a Cold War Heretic), David Caute contrasta las vidas, ideas y destinos de Isaac Deutscher e Isaías Berlin, dos ensayistas que en los años cincuenta y sesenta alcanzaron gran prestigio y tuvieron mucha influencia política en el ámbito intelectual en Europa y América del Norte. Se parecían en muchas cosas, pero sus ideas representaban dos polos irreconciliables: Deutscher el marxismo revolucionario y Berlin la democracia liberal.
Ambos eran judíos no creyentes, de la misma generación,  y habían tenido que huir de sus respectivos países arrojados por el totalitarismo (el soviético en el caso de Berlin, nacido en Letonia, y el nazi en el de Deutscher, que era polaco) y ambos terminaron exiliados en Londres y naturalizados británicos.  La única coincidencia ideológica que hubo entre ellos, y sólo por algunos años, fue el apoyo al sionismo, al que, luego, Deutscher atacaría con severidad, llamando a Israel un mero peón del imperialismo norteamericano durante la Guerra Fría.
Isaías Berlin alcanzó los más altos reconocimientos en el ámbito académico –casi toda su vida transcurrió en Oxford y llegó a presidir la Royal Academy y a ser ennoblecido por la Reina– en tanto que Isaac Deutscher, aunque dictó seminarios y fue profesor invitado en importantes universidades, fue sobre todo un periodista (en la más alta acepción intelectual de la palabra) y un escritor independiente. Su único intento de ser contratado por una universidad británica, la de Sussex, se frustró, según señala David Caute, por culpa de Isaías Berlin, y de ahí el subtítulo un tanto tramposo del libro : "El castigo encubierto de un herético de la Guerra Fría".  Digo tramposo porque aunque hay indicios de que la opinión hostil de Berlin contra la obra y la posición política de Deutscher influyera en la decisión de la Universidad de Sussex de no contratarlo, el asunto está lejos de ser claro, y, en todo caso, Berlin siempre negó aquella acusación, incluso en dos cartas explicatorias sobre su intervención en el asunto a la viuda del autor de las célebres biografías de Stalin y de Trotsky.
El libro es interesante, seriamente documentado, pero no simpático, por la antipatía que profesa Caute a Isaías Berlin y que asoma con frecuencia, sobre todo cuando, al paso, se empeña en subrayar sus frivolidades, cultivar la amistad de los poderosos y de los millonarios, y mostrarse a veces algo fatuo y soberbio con la gente. Y, también,  algo mucho más grave,  dando a entender de manera subrepticia que algunas de las mayores aportaciones  de Berlin a la cultura de la libertad, como su teoría sobre la libertad "negativa" y la "positiva",  su división entre los intelectuales "erizos" y "zorros" y la clara demarcación entre un liberal y un conservador, no fueron ni originales ni importantes. La verdad es otra : Berlin es uno de los más importantes pensadores políticos de nuestro tiempo y uno de los pocos cuya obra deslinda con perfecta y sistemática coherencia el liberalismo recortado y sectario de quienes lo entienden como una exclusiva doctrina económica de defensa del mercado, de quienes, como él mismo, ven en él una doctrina en la que la tolerancia, la coexistencia política, los derechos humanos, el espíritu crítico, la cultura y la fiscalización del poder son tan importantes como la propiedad privada y la economía de mercado para estimular el progreso social.
Berlin y Deutscher sólo se vieron dos veces en la vida y nunca polemizaron directamente, aunque, tal como sostiene Caute, las cosas que defendían y criticaban eran casi siempre incompatibles y, al mismo tiempo, de una gran solidez intelectual y una equivalente elegancia expositiva. Con los años que han corrido y las cosas que en ellos han pasado, hoy sabemos que ese debate lo ganó Isaías Berlin en toda la línea, como lo demuestra la desaparición de la Unión Soviética y la conversión de China al capitalismo autoritario.
Ahora bien, que todas las profecías y anhelos políticos de Deutscher se frustraran, no quita el menor valor a buena parte de su obra ni resta méritos al coraje y a la honestidad con que defendió siempre sus ideas. Él fue un marxista antitotalitario, esa rareza; fue la razón por la que el Partido Comunista polaco lo expulsó de sus filas y porque fue siempre la bestia negra de los estalinistas de la URSS y del Occidente. Él nunca negó los terribles crímenes que se cometieron bajo Stalin y los libros y ensayos que dedicó a éste y a Trotsky los documentan con rigor. Pero siempre estuvo convencido de que, pese a todo ello, el comunismo se reformaría a la corta o a la larga de sus taras, y que, retornando a las fuentes primigenias del marxismo, establecería sociedades más justas, más humanas, más decentes, que el capitalismo cuyo éxito exigía la explotación de los más por los menos y era constitutivamente injusto y condenado por eso, tarde o temprano, a extinguirse. La famosa reforma interna de la URSS que tanto esperó Deutscher nunca se hizo realidad y, al final, fue el comunismo el que dejó de existir, por lo menos como una alternativa tangible a las democracias liberales.
Pero en su condena del colonialismo, de la corrupción y los abusos que el poder económico podía llegar a cometer en los países capitalistas, en la necesidad de no cifrar el progreso exclusivamente en el crecimiento económico, en dotar a la democracia de un contenido creativo y constantemente renovado por un ideal de justicia y solidaridad con los pobres, los discriminados, los marginados, las ideas de Deutscher tienen perdurable vigencia. Y es verdad, también, como dice Caute, que su vida fue un modelo de coherencia, lo que le exigió sacrificios enormes. Pero también se equivocó muchas veces como cuando creyó ver, en el movimiento contra la guerra de Vietnam en los Estados Unidos, la gestación de un socialismo que uniría a los estudiantes y a los obreros norteamericanos en una revolución contra el capitalismo.
¿Por qué profesó siempre Isaías Berlin esa antipatía tan profunda a Deutscher que lo lleva a veces, en su correspondencia, a usar contra él términos que eran insólitos en su lenguaje, como "repelente" y "despreciable" ? Ciertamente, no era por la diferencia de ideas que los separaba. Berlin dedicó más tiempo a tratar de entender a los enemigos de la libertad que a sus valedores, y dedicó ensayos escrupulosamente honestos a Marx, a Comte, a Herder, a Hobbes, a Sorel, y a muchos más de esta corriente, de modo que la razón de la antipatía no era ideológica. Ni tampoco personal, pues apenas se vieron en dos ocasiones. David Caute da a entender que la razón podría ser una reseña negativa que publicó Deutscher contra el ensayo de Berlin sobre "la inevitabilidad histórica", pero parece un episodio demasiado pequeño para merecer tanto odio personal.
No menos sorprendente es el desprecio que Berlin sintió siempre por Hannah Arendt, una amante de la libertad no menos comprometida que él en la lucha contra el comunismo y el fascismo (que conoció en carne propia, pues fue torturada durante nueve días y nueve noches por la Gestapo antes de poder  huir de Alemania), y su obra casi entera está dedicada a estudiar las raíces del totalitarismo, sus orígenes culturales e históricos, y las iniquidades que ha causado. En sus cartas, Berlin habla de ella de manera profundamente despectiva, negándole competencia filosófica y acusándola –muy injustamente– de escribir mamotretos incomprensibles.
Quizás no haya respuestas para estas preguntas. O tal vez sí las haya, pero sean poco satisfactorias por su generalidad.  Los grandes hombres –e Isaías Berlin sí que lo fue– son también seres humanos, no superhombres, y, por lo mismo, sujetos a las pequeñeces y miserias que, por ejemplo, nos desmoralizan cuando escarbamos en la vida íntima de un Picasso o de un Victor Hugo, o de cualquier otra genialidad. Eran grandes cuando escribían, componían, filosofaban o pintaban; pero en lo demás estaban hechos del mismo barro que nosotros, el resto de los pobres mortales.

México, D.F., noviembre de 2013.

Vacíen Los Anaqueles

17 de noviembre de 2013
Fuente diario La República
Escribe Mario Vargas LLosa

Como el desabastecimiento y la carestía estaban haciendo estragos en Venezuela y aumentando el descontento popular, el presidente Nicolás Maduro, que no sabrá mucho de economía pero es hombre de pelo en pecho y bravuconerías, decidió resolver el problema en un dos por tres. Explicó a su pueblo que la alta inflación que padece el país (57%, la más alta de América Latina) es producto de una conjura maquinada por los Estados Unidos, los empresarios y comerciantes acaparadores y los partidos de oposición para destruir la revolución bolivariana o “el socialismo del siglo XXI”. Y, de un plumazo, ordenó bajar los precios de los alimentos y productos electrodomésticos en 50 y hasta 70 por ciento, a la vez que mandaba soldados y cuerpos de choque a ocupar los establecimientos comerciales y enviaba a la cárcel a buen número de “conspiradores”, es decir, los dueños de tiendas y almacenes.
La campaña fue lanzada por el presidente Maduro con la consigna de: “¡Vacíen los anaqueles!”. La orden fue entendida por buen número de despistados como una carta blanca para el saqueo y, sobre todo en Valencia pero también en Caracas y otras ciudades, se produjeron asaltos y pillajes en medio de una soberbia confusión. Era patético escuchar a las sufridas amas de casa venezolanas, explicando a los reporteros de la televisión oficial, lo felices que estaban con esas espectaculares rebajas que les permitirían, en adelante, renovar sus neveras y cocinas y asegurar dos comidas diarias para la familia.
Al mismo tiempo que derrotaba la inflación de un puñetazo en la mesa, es decir, subastando y confiscando cadenas de productos alimenticios y electrodomésticos, el presidente Maduro, mediante la aprobación de la Ley Habilitante, se aseguraba los poderes absolutos que durante un año le permitirán gobernar sin leyes, de la manera cómoda y expeditiva de los dictadores. Para conseguir este atributo, la Asamblea Nacional Venezolana procedió a retirarle la inmunidad a una diputada de la oposición, María Mercedes Aranguren, y a reemplazarla por su suplente, el diputado Carlos Flores, quien, de la noche a la mañana (y mediante generosas prebendas) se volvió chavista y votó a favor de la ley de marras. En suma, pasada la ilusión que estas operaciones han creado en una opinión pública desesperada por la corrupción, el empobrecimiento y la anarquía creciente que vive Venezuela, el precio que el país tendrá que pagar por la demagogia irresponsable de estos días será muy alto. Sin duda, contrariamente a los cálculos del gobierno, se traducirá en una nueva y más aplastante derrota del gobierno en las próximas elecciones del 8 de diciembre, lo que obligará a aquél, al igual que en las presidenciales, a un nuevo fraude monumental a fin de mantenerse en el poder pese a su descrédito y a la ruina a la que precipita cada día más a su desdichado país.
Venezuela nunca tuvo una agricultura floreciente, a la altura de las enormes posibilidades agrícolas con que cuenta, pero con el chavismo, sus expropiaciones e invasiones, las tomas arbitrarias de fincas y la asfixiante burocratización imperante, la producción agraria en ciertas regiones se redujo a mínimos y en otras simplemente desapareció. El resultado de todo ello es que el país debe importar casi el 95% de lo que consume, algo que en la época del apogeo del petróleo, apenas se advertía. Pero el control revolucionario implantado por Chávez y Maduro en la industria ha rebajado la producción petrolera venezolana de manera radical, a la vez que la política de control de divisas, una de las fuentes más prósperas de la corrupción, ha convertido la obtención de dólares para los comerciantes y empresarios que necesitan importar materias primas y productos del extranjero en una verdadera pesadilla.
Sólo los enchufados en el gobierno consiguen divisas, o los que están dispuestos a pagar por ellas comisiones millonarias. Los otros deben obtener las divisas en el mercado negro, donde el dólar vale diez veces el precio oficial. Esa es la explicación de la subida desmedida de los precios y del desabastecimiento generalizado. Las valientes rebajas impuestas manu militari por Maduro sólo servirán para acelerar el desabastecimiento generalizado –los anaqueles se quedarán vacíos, en efecto–, y el mercado negro, que crecerá de manera elefantiásica, estará sólo al alcance de los privilegiados, es decir, los favorecidos por el régimen o por la vertiginosa corrupción generada por la política intervencionista en la economía. En otras palabras, la política del socialismo chavista habrá contribuido a agravar las diferencias económicas y sociales que se proponía abolir.
Al mismo tiempo que ocurrían estas cosas en Venezuela, en Beijing, el Comité Central del Partido Comunista Chino anunciaba una nueva política económica, ampliando los mercados libres ya existentes para asegurar una mejor distribución de los recursos y permitir una participación de empresas privadas, tanto chinas como extranjeras, en las industrias de Estado. (Advertía, también, eso sí, que esta apertura económica no tendría su correspondencia política, pues el Partido Comunista seguirá siendo el árbitro supremo de la vida social). Es improbable que el Partido Comunista chino adopte estas medidas de inequívoco sesgo capitalista por una conversión ideológica y que las emprenda con felicidad.
No, se resigna a ellas porque, fiel al pragmatismo tradicional de su cultura, ha comprendido que el colectivismo y el estatismo económico llevan a la ruina a los países y, además de empobrecerlos y atrasarlos, multiplican las injusticias sociales, creando una distancia creciente entre los funcionarios privilegiados de la nomenclatura, y los ciudadanos comunes y corrientes que, además de padecer la inseguridad y el temor, viven haciendo colas, ganando salarios miserables y sin la menor igualdad de oportunidades. Estas verdades elementales, que ya llegaron a la Unión Soviética antes de su desplome, y que empiezan a apuntar, aunque muy tímidamente todavía, en Cuba, parecen fuera del alcance intelectual y del olfato político del presidente Maduro y sus asesores económicos.
No es difícil prever, por eso, lo que depara el futuro inmediato a Venezuela, un país que dada su cuantiosa abundancia de recursos debía tener los más altos niveles de vida de América Latina. En vista de que el desabastecimiento y la carestía –que obedecen a leyes económicas y no a ucases políticos– se agravarán, el siguiente paso del régimen será proceder a la estatización progresiva de las tiendas y comercios que “conspiran” contra la revolución, especulando y hambreando al pueblo. Los pequeños espacios de economía privada se irán cerrando hasta desaparecer y caer en manos de una burocracia inepta y corrompida, de modo que la racionalización de los productos de la canasta familiar, que en buena parte ya existe, se irá extendiendo como una hidra por todos los resquicios de la economía hasta hacer de Venezuela un país tan estatizado como Cuba o Corea del Norte. Corolario inevitable de esta hegemonía estatal: la desaparición de los escasos medios de comunicación independientes que a costa de enormes sacrificios y valentía resisten todavía el acoso gubernamental.
¿Habrá valido la pena todo lo que ha significado en ilusiones, esfuerzos y violencias la revolución chavista? Es verdad que la democracia que ella trajo abajo era ineficiente, derrochadora, demagógica y bastante insensible a los grandes problemas sociales y había generado por eso un gran descontento en un pueblo que ingenuamente vio –una vez más en la desgraciada historia de América Latina– en un caudillo carismático y lenguaraz a su salvador. El resultado está a la vista: una Venezuela empobrecida, enconada, devastada por la demagogia y la corrupción, llena de nuevos ricos mal habidos, que, una vez que recupere la libertad y la sensatez, tardará muchos años en recuperar todo lo que perdió con el desplome de su democracia.
Madrid, noviembre de 2013

Los Parias del Caribe

03 de noviembre de 2013
Fuente La República
Escribe Mario Vargas LLosa

Juliana Deguis Pierre nació hace 29 años, de padres haitianos, en la República Dominicana y nunca ha salido de su tierra natal. Jamás aprendió francés ni créole y su única lengua es el bello y musical español de sabor dominicano. Con su certificado de nacimiento, Juliana pidió su carnet de identidad a la Junta Central Electoral (responsable del registro civil), pero este organismo se negó a dárselo y le decomisó su certificado alegando que sus “apellidos eran sospechosos”. Juliana apeló y el 23 de septiembre de 2013 el Tribunal Constitucional dominicano dictó una sentencia negando la nacionalidad dominicana a todos quienes, como aquella joven, sean hijos o descendientes de “migrantes” irregulares. La disposición del Tribunal ha puesto a la República Dominicana en la picota de la opinión pública internacional y ha hecho de Juliana Deguis Pierre un símbolo de la tragedia de cerca de 200 mil dominicanos de origen haitiano (según Laura Bingham, de la Open Society Justice Initiative) que, de este modo, la mayoría de ellos de manera retroactiva, pierden su nacionalidad y se convierten en apátridas.
La sentencia del Tribunal Constitucional dominicano es una aberración jurídica y parece directamente inspirada en las famosas leyes hitlerianas de los años treinta dictadas por los jueces alemanes nazis para privar de la nacionalidad alemana a los judíos que llevaban muchos años (muchos siglos) avecindados en ese país y eran parte constitutiva de su sociedad. Por lo pronto, se insubordina contra una disposición legal de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (de la que la República Dominicana forma parte) que, en septiembre de 2005,  condenó a este país por negar su derecho a la nacionalidad a las niñas Dilcia Yean y Violeta Bosico, dominicanas como Juliana, e igual que ella hijas de haitianos.  Con este precedente, es obvio que, si es consultada, la Corte Interamericana volverá a reafirmar aquel derecho y la República Dominicana tendrá que acatar esta decisión, a menos que decida –algo muy improbable– retirarse del sistema legal interamericano y convertirse a su vez en un país paria.
Hay que señalar, como lo hace The New York Times el 24 de octubre, que dos miembros del Tribunal Constitucional dominicano dieron un voto disidente y salvaron el honor de la institución y de su país oponiéndose a una medida claramente racista y discriminatoria. El argumento utilizado por los miembros del Tribunal para negar la nacionalidad a personas como Juliana Deguis Pierre es que sus padres tienen una “situación irregular”. Es decir, hay que hacer pagar a los hijos (o a los nietos y bisnietos) un supuesto delito que habrían cometido sus antepasados. Como en la Edad Media y en los tribunales de la Inquisición, según esta sentencia, los delitos son hereditarios y se transmiten de padres a hijos con la sangre.
A la crueldad e inhumanidad de semejantes jueces se suma la hipocresía. Ellos saben muy bien que la migración “irregular” o ilegal de haitianos a la República Dominicana que comenzó a principios del siglo veinte es un fenómeno social y económico complejo, que en muchos períodos –los de mayor bonanza, precisamente– ha sido alentado por hacendados y empresarios dominicanos a fin de disponer de una mano de obra barata para las zafras de la caña de azúcar, la construcción o los trabajos domésticos, con pleno conocimiento y tolerancia de las autoridades, conscientes del provecho económico que obtenía el país –bueno, sus clases medias y altas– con la existencia de una masa de inmigrantes en situación irregular y que, por lo mismo, vivían en condiciones sumamente precarias, la gran mayoría de ellos sin contratos de trabajo, ni seguridad social ni protección legal alguna.
Uno de los mayores crímenes cometidos durante la tiranía de Generalísimo Trujillo fue la matanza indiscriminada de haitianos de 1937 en la que, se dice, varias decenas de miles de estos miserables inmigrantes fueron asesinados por una masa enardecida con las fabricaciones apocalípticas de grupos nacionalistas fanáticos. No menos grave es, desde el punto de vista moral y cívico, la escandalosa sentencia del Tribunal Constitucional. Mi esperanza es que la oposición a ella, tanto interna como internacional, libre al Caribe de una injusticia tan bárbara y flagrante. Porque el fallo del Tribunal no se limita a pronunciarse sobre el caso de Juliana Deguis Pierre. Además, para que no quede duda de que quiere establecer jurisprudencia con el fallo, ordena a las autoridades someter a un escrutinio riguroso todos los registros de nacimientos en el país desde el año 1929 a fin de determinar retroactivamente quiénes no tenían derecho a obtener la nacionalidad dominicana y por lo tanto pueden ser ahora privados de ella.
Si semejante paralogismo jurídico prevaleciera, decenas de miles de familias dominicanas de origen haitiano (próximo o remoto) quedarían convertidas en zombies, en no personas, seres incapacitados para obtener un trabajo legal, inscribirse en una escuela o universidad pública, recibir un seguro de salud, una jubilación, salir del país, y víctimas potenciales por lo tanto de todos los abusos y atropellos. ¿Por qué delito? Por el mismo de los judíos a los que Hitler privó de existencia legal antes de mandarlos a los campos de exterminio: por pertenecer a una raza despreciada. Sé muy bien que el racismo es una enfermedad muy extendida y que no hay sociedad ni país, por civilizado y democrático que sea, que esté totalmente vacunado contra él. Siempre aparece, sobre todo cuando hacen falta chivos expiatorios que distraigan a la gente de los verdaderos problemas y de los verdaderos culpables de que los problemas no se resuelvan, pero, hemos vivido ya demasiados horrores a consecuencias del nacionalismo cerril (siempre máscara del racismo) como para que no salgamos a enfrentarnos a él apenas asoma, a fin de evitar las tragedias que causa a la corta o a la larga.
Afortunadamente hay en la sociedad civil dominicana muchas voces valientes y democráticas –de intelectuales, asociaciones de derechos humanos, periodistas– que, al igual que los dos jueces disidentes del Tribunal Constitucional, han denunciado la medida y se movilizan contra ella. Es penoso, eso sí, el silencio cómplice de tantos partidos políticos o líderes de opinión que callan ante la iniquidad o, como el prehistórico cardenal arzobispo de Santo Domingo, Nicolás de Jesús López Rodríguez, que la apoya, sazonándola de insultos contra quienes la condenan. Yo creía que los peruanos teníamos, con el cardenal Juan Luis Cipriani, el triste privilegio de contar con el arzobispo más reaccionario y antidemocrático de América Latina, pero veo que su colega dominicano le disputa el cetro.
Quiero mucho a la República Dominicana, desde que visité ese país por primera vez, en 1974, para hacer un documental televisivo. Desde entonces he vuelto muchas veces y con alegría lo he visto democratizarse, modernizarse, en todos estos años, a un ritmo más veloz que el de muchos otros países latinoamericanos sin que se reconozca siempre su transformación como merecería. El segundo de mis hijos vive y trabaja allá y entrega todos sus esfuerzos a apoyar los derechos humanos en ese país, secundado por muchos admirables dominicanos. Por eso me apena profundamente ver la tempestad de críticas que llueven sobre el Tribunal Constitucional y su insensata sentencia. Éste es uno de esos momentos críticos que viven todos los países en su historia.
 Lo fue también cuando ocurrió el terrible terremoto que devastó a su país vecino, Haití, en enero de 2010. ¿Cómo actuó la República Dominicana en esa ocasión? El presidente Leonel Fernández voló de inmediato a Puerto Príncipe a ofrecer ayuda y ésta se volcó con una abundancia y generosidad formidables. Yo recuerdo todavía los hospitales dominicanos repletos de víctimas haitianas y los médicos y enfermeras dominicanos que volaron a Haití a prestar sus servicios. Esa es la verdadera cara de la República Dominicana que no puede verse desnaturalizada por las malandanzas de su Tribunal Constitucional.
New York, octubre de 2013